A menudo, me
intranquiliza la sensación de que todo a nuestro alrededor parece estar
envasado. Lo que comemos, lo que bebemos, lo que vestimos, lo que respiramos…
todo envasado y listo para consumir. Sin embargo, lo que me aterra de verdad no
es eso, sino la sensación de que nuestras vidas también lo están. Aquello que
pensamos, lo que sentimos, lo que decimos… todo parece estar perfectamente
embalado y etiquetado, dispuesto para ser consumido. Somos vidas envasadas,
somos productos.
El envasado es un
método que se utiliza para la conservación. Creo que se trata exactamente de
eso, de conservar. Conservar la posición que cada cual cree tener en el mundo,
no arriesgar, quedarse en el sitio y, por tanto, perpetuar el modelo social tal
y como lo conocemos.
Pero los envases
no son más que apariencia, pura propaganda para mantener en pie una mentira
insostenible. Inevitablemente, necesitamos focalizar todos los esfuerzos en los
envases, hacerlos atractivos y sugerentes. Cualquier cosa con tal de evitar que
nos fijemos en el interior, en el contenido. Porque es ahí, en el interior de
los envases, donde se atisba la fatalidad. Vidas vacías, embrutecidas por la
necesidad de no apearse de un carro que no lleva a ninguna parte, que sólo sirve
para un avance sin ninguna finalidad más que la de repetir eternamente un ciclo
vital que sólo es posible soportar a base de sucedáneos emocionales
convenientemente envasados.
En nuestro fuero
interno, sabemos del estado del mundo, sabemos de nuestro propio estado.
Sentimos la extrañeza que nos produce una forma de vivir tan alejada de
nuestros sueños, de nuestras ilusiones. Pero el miedo al cambio, a lo que pueda
suceder nos atenaza y preferimos conservar. Aferrarnos a la ilusión de que
vivimos del mejor modo posible y que conservar es la opción correcta. Por eso,
lo envasamos todo y nos envasamos a nosotros mismos. Pero más que al vacío, nos
envasamos en el vacío. Envolvemos nuestra vida de tal forma que parece que
estamos cerca de todos y al cabo de todo cuando en realidad, nadie conoce a
nadie. Desconectando nuestra vida del resto es como podemos focalizarnos en la
frivolidad de lo cotidiano.
Manteniéndonos
obedientes a esa norma podemos aspirar a todo (todo lo que tenga que ver con el
envase, no con su contenido). La obediencia, el seguimiento de las
instrucciones al pie de la letra nos permite mantenernos por más tiempo en ese
estado de bienestar ficticio al que acabamos considerando “lo mejor a lo que
podemos aspirar”. Es lo que llamamos ser un buen ciudadano, un perfecto
observador de la norma social. Pero son precisamente esos, los buenos
ciudadanos, los obedientes los que han posibilitado a lo largo de la historia
los mayores horrores de la humanidad: las guerras, la explotación, la
esclavitud…
Este mundo de
vidas envasadas no es más que una gran mentira, en la que todo se basa en
mantener la apariencia adecuada en el momento adecuado. Da igual el ámbito de
la vida en el que nos situemos, todos funcionan igual. Lo importante es la
apariencia, el envase.
Así, lo lógico (si
es que algo que pueda ser llamado así todavía existe) sería que la forma de
contrarrestar esto sería con la verdad. Sin embargo, cuando todo es mentira
quién puede saber qué es la verdad. Existen tantas verdades como cabezas que
las piensan y, al mismo tiempo, no existe ninguna si aceptamos la premisa
anterior de que todo es mentira en un mundo de apariencia. Si no podemos contar
con la verdad como antídoto sólo nos queda lo genuino, aquello que todavía
posee las características naturales. Urge la necesidad de desprendernos de
nuestros envases, mostrarnos en absoluta desnudez para encontrar nuestra
esencia genuina y a partir de ahí actuar. Sin pensar en cómo encajar nuestros
actos en determinado modelo intelectual o social, sin necesidad de valorar si
lo que hacemos será aceptado socialmente o qué beneficio-pérdida voy a obtener.
No te engañes, esto te llevará al rechazo social y fuera de todo, pero
siendo sinceros quién puede preferir formar parte de esta gran mentira envasada
en la que vivimos.
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