Los amantes deambulan por los sueños. Se acercan, se miran, se rodean,
se perdonan. En los sueños el amor es sobre todo tentativa y si cuaja se trata
de un desafío cuya distancia no acaba de recorrerse. El amor onírico está cargado
de tactos y de movimientos y de palabras que bullen inconexas, que se disuelven
antes de que los cuerpos se congreguen. En ese mundo polimórfico que propicia
el sueño no hay culpa ni compromiso indefinido ni mucho menos llanto. El amor
de los sueños no va a ninguna parte, y en eso se parece al de la orilla
consciente, y aunque ambos amores no se distinguen en algún tipo de inclemencia
el del sueño hiere menos, o acaso se siente menos el dolor. No existe el
amor frustrado, porque se entra y se sale del deseo con la habilidad que
proporciona desdoblarse y ser incluso el que no se es. Los amantes se recuperan
como tales allí donde no puede imponerse el desgaste de la vida ordinaria. El
amor en el sueño goza de la sorpresa de los encuentros más insospechados y las
traiciones se obvian simplemente porque se han desvalorizado. También hay algo
de amor grupal en el amor que se sueña. Algo primitivo que descorre el velo de
las pasiones y se hace cómplice. Algo que se ilumina desde la hoguera en el
fondo de una cueva donde no se distingue quién es de quién porque nadie es de
nadie. En el sueño el amante se une y se separa de la amante por un impulso más
que por el deseo. En el sueño el deseo de los amantes tiene principio y se
amplía y adquiere la forma de una luz que deslumbra para que no haya final. Y
no hay final. En el sueño nada se ejecuta ni se consagra ni pone en peligro.
Los amantes, en el sueño, extienden la palma de su mano, cierran los párpados,
escuchan las dubitativas o eufóricas voces del otro, diluyen la desnudez en un
ejercicio de fuga que prescinde del tiempo. Lo que se dicen es silencio, del
que no quieren despertar.
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