Respuesta ética
Salvar una vida debiera ser un acto
loable, una respuesta grabada en el ADN de todo ser humano, una reacción tan
inmediata como un acto reflejo. Pero sucede que siempre surgen voces disonantes
que propagan lo contrario; la idea de no socorrer, de proceder como si nada
estuviera ocurriendo, de dejarles morir. Hay quienes esgrimen que si ponen en
riesgo sus vidas es porque ellos así lo desean, que nadie les obliga. ¡Qué se
queden en sus miserables países!, vociferan los cretinos de turno. Como si no
fuera la desigualdad, el hambre, la guerra o el deseo de vivir de una manera
digna lo que les impulsa a emigrar.
El fenómeno migratorio, que es la
respuesta a la necesidad, se ha tratado de manera negativa. No es casual el uso
de un lenguaje que incita al temor cuando no al odio: invasión, amenaza o
avalancha son términos frecuentes en la información sobre la llegada de
migrantes. Artículos periodísticos, tertulias televisivas o radiofónicas han
martilleado con mensajes reprobatorios sobre este fenómeno, resaltando los
problemas de integración y silenciando su contribución al desarrollo económico;
azuzando el miedo con datos falsos que vinculan migración con delincuencia, con
el colapso de los centros sanitarios o con el supuesto acaparamiento de las
ayudas sociales.
La sociedad española tradicional, con
valores y creencias bastante consolidadas durante años, tiene que afrontar el
reto de la inmigración. Integrar distintas culturas, religiones y
nacionalidades, constituye un desafío no solo en sus aspectos económicos,
sociales y culturales, sino también éticos y morales. No debiera suponer un
gran problema cuando lo que hoy conocemos como España fue un territorio
multicultural; cuando nuestras lenguas, cultura y costumbres tienen reflejos
del paso de fenicios, celtas, griegos, romanos, árabes… Pese a ello, frente a
quienes apuestan por la solidaridad y la integración, se levantan quienes
fomentan el temor y el desprecio al otro, a los otros.
Un mal síntoma. Esta sociedad que se
moviliza para festejar las fiestas patronales o cuando el equipo de la ciudad
consigue un gran triunfo, se muestra pasiva e indiferente al recibir noticias
del penúltimo naufragio cerca de la costa o en altamar; cuando se sigue sin
acoger a los refugiados a los que está comprometido, cuando los centros de
acogida son inaceptables o cuando se conoce la devolución en caliente de
quienes buscan una oportunidad.
Cuando la legislación
supone una amenaza para quienes realizan el acto humanitario de socorrer o
salvar una o centenares de vidas, pone de manifiesto que la justicia se
deshumaniza. No deberíamos olvidar que los derechos humanos son el resultado de
la lucha de innumerables personas y movimientos sociales, que a lo largo de los
años tuvieron la función moral y política de enseñar a la sociedad a mirar y
ver que ciertas pautas de conductas, hasta entonces toleradas, suponían
vergüenza, desprecio, abuso o indignidad. Con sus reivindicaciones enseñaron al
conjunto de la sociedad a juzgar y actuar en consecuencia e induciendo a los
legisladores a aprobar normas y procedimientos legales para evitar que tales
hechos se repitiesen y quedaran impunes.
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