Lo interesante en la vida son las estaciones intermedias. Las que te indican que el trayecto sigue abierto.
Las vías del ferrocarril han sido siempre
para mí algo más que trazados geométricos. La ilusión óptica de que los raíles
se juntaban en la lejanía aportaba una ilusión añadida. Paisajes abiertos,
destinos desconocidos, tránsito sin fin. Una invitación al sueño y a la
aventura. Desde la estación de tren de mi pueblo de provincias mirar el
horizonte angular de las vías, adivinar su vértice formando ángulo recto con el
horizonte, suponía una manera elemental de entender el mundo de forma amplia y
llena de posibilidades. El paso abigarrado de un tren era la emoción. La
desolación que permanecía tras su paso constituía el enigma. Cuando andando el
tiempo descubrí que existían las estaciones término fue el desconsuelo. Llegar
a una parada definitiva era algo así como renunciar a otras metas posibles y
pendientes. O eso me parecía. Lo interesante en la vida son las estaciones
intermedias. Las que te indican que el trayecto sigue abierto.
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