Todos los supuestos acontecimientos, que no novedades, aunque lo
parezcan, que acarrean la historia del país me hacen pensar de un modo un tanto
lateral. Esa fragua aparentemente anodina de sucesos en ciernes, que no
novedades, coloca sobre el tapete el viejo juego de máscaras. Personalmente no
espero demasiado, ni creo que las rupturas, del signo que sean, vayan a ser
profundas y no sé hasta qué punto renovadoras. Acaso ni siquiera reales.
Y no hago
más que preguntarme de qué se disfraza o está a punto de hacerlo cada político
del momento. Mientras, los poderes de verdad, los suprapoderes, los que están
por encima de los que juegan la partida de ajedrez del momento, no necesitan
disfrazarse de nada. Ellos tienen claro su papel, correcciones menores aparte,
porque ya ganaron la partida hace tiempo. Su estatus de control y propiedad no
se discute. La industria de disfraces, los roles del drama o de la comedia y
las caretas para engañar a incautos, sea cual sea el territorio del país, van a
manifestarse a todo trapo en los próximos meses. No creo que superen en
imaginación a los carnavales.
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