Desde hace un tiempo, se ha convertido en un tópico la necesidad de
trabajar por objetivos. El concepto pronto se ha extendido a los sistemas de
educación. Y una legión de entusiastas lo ha adoptado como si fuera la solución
a todos los males globales e individuales. Lo usan los gurús de la economía,
también se ha generalizado en el mundo empresarial, en las relaciones laborales
y en la boca de los políticos que han modernizado su lenguaje y no quieren que
se les note lo de los planes
quinquenales. La obsesión por lograr los objetivos no repara en nada: en el
mundo laboral puede suponer el despido de trabajadores para abaratar costes o
la compra de una empresa para cerrarla. En la enseñanza, los centros escolares
preparan la temida prueba de acceso a la universidad dejando de lado los temas
que saben que no caerán en ella, a los que prestan escasa o nula atención
a pesar de que estén en el programa y sean, por ejemplo, los grandes textos de
la literatura española.
Cuando trabajar -o educar- por objetivos se convierte en un valor en sí
mismo deja de ser lo que es en verdad, una estrategia. No debería ser otra
cosa. Si una herramienta o método, por muy útil que sea, se convierte en
ideología hemos perdido capacidad cultural y libertad individual y nos
trasformamos en meros agentes mecánicos de los intereses marcados por un
sistema social que nos trata solo como productores o consumidores de bienes de
consumo desechable. Y puede ser peligroso si, además, los objetivos no los
marcamos nosotros mismos o asumimos sin crítica los objetivos que nos dictan
aquellos que quieren conseguir con todo esto sus propios objetivos, que es lo
que ocurre, en realidad: nos marcamos un trabajo para conseguir los objetivos
que alguien nos ha planificado como el camino ortodoxo, una especie de verdad
de fe que de pronto alguien ha plasmado en una normativa sin consultarnos
previamente. Deberíamos pensar si esos objetivos que tanto buscamos son de
verdad los nuestros, los que nos interesan. Deberíamos ser un poco más cautos,
menos mecánicos. Menos víctimas de los objetivos de otros, de aquellos que de
verdad nos gobiernan y que no nos dejarán tener, en realidad, más objetivo que
sus propios intereses.
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