Vamos por la vida repitiendo ingenuamente que el
amor lo puede todo, como si fuera un bálsamo prodigioso que nos barniza contra
las adversidades, pero lo cierto es que el amor nada puede cuando el hambre es
el primer abismo que surge entre dos amantes. Creemos que con sólo amar, que
sólo porque amamos a pleno pulmón el mundo puede volverse en un lugar menos
hostil. Nos convencemos de que seremos capaces de ver hermosura en los
andrajos, romanticismo en las ventanas sin cristales, ternura en los pezones
resecos.
Yo creo en el amor, claro, creo en lo cotidiano, en
los ojos de los que aman con la sola condición de ser amables, tiernos,
solidarios, creo en los gestos, pero en lo que de verdad creo, por encima de
todas las cosas, es en el omnipotente sueño de justicia. El mundo nada habría
cambiado si este sueño no se hubiera multiplicado, si hombres y mujeres no
hubieran dado su vida por él a lo largo de los siglos, si personas comunes y
corrientes no hubieran ideado fórmulas de lucha para acercar el ideal a la
tierra y a la vida. El deseo de repartir las semillas, el deseo de
conseguir abrigo, el deseo de nutrir de letras a los sedientos de ideas, el
deseo de hacer de nosotros seres más humanos.
Entonces amar esta bien, pero mejor amarnos
calzados, mejor medir nuestro torrencial amor entre las victorias sucesivas y
no tener que ponerlo en la mira cuando la derrota nos pudre la existencia.
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