Por muchas razones diferentes tenemos gravado a fuego que la pérdida es dolor. Ese dolor nos aterra y, por tanto, cualquier posibilidad de pérdida nos da auténtico pavor.
En la mayoría de las ocasiones la posibilidad de perder algo que ingenuamente creemos poseer, ya sea algo tan etéreo como la libertad, la seguridad vital... o algo tan material como una vivienda o un trabajo, nos impide asumir el compromiso necesario para sacar adelante aquellos proyectos o tomar las decisiones en las que decimos creer o confiar.
Por eso seguimos dejando que la corriente nos arrastre, que sean otros los que decidan como debe ser nuestra vida. Seguimos creyéndonos que la utopía basta con pensarla, que para vivir ya tenemos eso que llamamos la vida real y que en esta realidad sólo es posible tratar de mejorar nuestra condición sin tener demasiado en cuenta al resto porque si lo hacemos ni siquiera podemos mejorar la nuestra. Así seguimos asistiendo al espectáculo sin darnos cuenta que somos parte de él. Lo que sucede, incluido el teatro electoral y el posterior juego de los sillones, no nos es ajeno, estamos incluidos en él y es nuestra obligación tratar de revertir el guión de la obra porque el final está escrito y no es nada bueno.
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