Últimamente estamos asistiendo a una
controversia, a una disyuntiva o contradicción entre el concepto de ley y de
justicia. No es lo mismo aplicar la ley que hacer justicia, aunque nos quieran
convencer de ello. Se suele decir que se hizo justicia cuando se aplicó la ley,
pero la ley no tiene por qué ser justa, por qué ajustarse a la justicia o
viceversa. Son dos concepto diferentes en los que nos tienen atrapados y nos
hacen callar con lo de aplicar la ley, entendiendo que son sinónimos.
La ley la hacen los legisladores,
personas no neutrales, incluso siendo elegidas democráticamente. Son sujetos
interesados, aliados con el poder y el sistema establecido, que antes han de
asumir y someterse a los condicionantes propios de su actividad, de su papel o
rol. Yo me pregunto, ¿Es justa le ley que se escapa del sentido común?
¿Que en conciencia, ética y moralmente, no es asumible? ¿Que es un claro
manifiesto contra la propia justicia social? ¿Qué está, o actúa, contra los
propios derechos que avala la constitución, como el derecho a una vivienda
digna? No, una cosa es la ley y otra la justicia. “Las leyes son la expresión de
la voluntad del poder y la justicia es otra cosa distinta, es una cuestión de
equilibrio, de equidad, de dar a cada cual lo suyo”. (J. L. Sampedro).
Luego está el tan manido mensaje de que
la justicia es igual para todos. Debería serlo, pero si ya la ley no lo es, la
justicia lo es menos. Estamos inmersos en un sistema de muchos valores injustos
donde el sentido común, y las experiencias vividas, nos dicen que es mucho más
fácil echar a una pobre familia de su casa por una deuda mínima y
dejarlos en la intemperie, que hacerle pagar al chorizo de turno, amamantado
por la política y el orden establecido en los pechos del poder, donde sus
colegas le protegen y defienden, le hacen víctima en lugar de verdugo, le
excusan y justifican irracionalmente, incluso sacando al ruedo la mierda de los
demás para escudar la propia; difícil hacerle pagar, digo, la tropelía, el
abuso o la injusticia flagrante que ha cometido. Requiebros de abogacía,
descalificación de jueces, cuestionamiento de todo, recursos y un largo etc.
son las artimañas de las que goza el poderoso y que se escapan a la solvencia
del pobre.
Estamos en un mundo injusto, tremendamente
injusto. Es injusto porque no antepone lo esencial a lo secundario, porque no
tiene en cuenta al ser humano ante el dinero, porque el rico impone su criterio
con todos sus medios en esta sociedad despreciando al pobre, al ser humano en
su esencia. No pretendemos el desarrollo, la autorrealización, del hombre en su
intrínseca entidad, no se potencia la vida digna de la persona, sino que se
enfoca todo a la competitividad material, al consumo, a la alienación que
atrapa al prójimo en un estado de estrés y sumisión productiva y consumista
bloqueándole su propio desarrollo personal, interior, espiritual, mental e
intelectual… y, claro, así nos va…
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