Lo
que más me llama la atención de los profesionales de la política, atrapados
beneficiándose indecorosamente de sus cargos o puestos burocráticos, es que no
entienden por qué se les denuncia o recrimina. La máscara de la dignidad herida
y del padecimiento de una terrible injusticia es la que acompaña de ordinario
su procesamiento y las consecuencias de este. Están siempre tan seguros de
haber actuado de manera correcta que su asombro, parejo a su mala fe, es
contagioso… Según sus criterios han actuado de manera correcta, porque ese es
el problema: sus criterios, según los cuales el ejercicio de la cosa pública
significa en la práctica beneficiarse de esta.
En
otras culturas que parecen remotas hay políticos que han dimitido por actuaciones
similares. Aquí, sin embargo, se consideran como nimiedades. Nadie ha dimitido
de los que debieran haberlo hecho.
Cumplir
con lo estipulado, porque estipulación es o así debe ser tomado lo dicho en los
programas electorales, no usar el cargo o el puesto para alimentar una red de
beneficiarios, amigos y familiares, no actuar con descaro al margen de la ley
en la confianza de que teniendo las riendas del poder no va a pasar nada,
deberían ser normas de ética política, pero esto se ve que no se entiende o se
entiende mal, y es cosa de ilusos o poco menos.
Se
entiende mejor, por el contrario, que el poder es trago de mucha graduación
porque se nota que embriaga, ensordece y que debe ser muy fuerte la tentación
de aprovecharse de la manera que sea del cargo o puesto que se ocupa, para sí,
sus amigos, deudos o allegados.
No
tengo la menor esperanza de que esto cambie, ni ahora mismo, ni en un futuro
inmediato. La cosa pública como negocio particular es una tara que viene tan de
lejos, tiene tantas implicaciones educacionales, culturales y religiosas, que
haría falta un programa de renovación y reconstrucción general que en este
nuevo mundo que vivimos da más risa que otra cosa. Mi generación, no toda, no
nos engañemos, se sigue moviendo de cerca o de lejos por referencia del
humanismo surgido después de la Segunda Guerra Mundial y eso está más que
acabado. Me temo, una vez más, que me encuentro más ante lo que es que ante lo
que me gustaría que fuera, pero me conformaría no ya con que lo intentaran,
sino que por lo menos, cuando les atrapan, entendieran algo elemental: que no
es de recibo la falta de decoro y que si estamos obligados a vivir en un
permanente trágala, al menos que tengan el coraje de declarar que esto es la
ley de la selva y solo por ella está regido.
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