Las
relaciones entre las personas y la televisión nunca son simétricas. Ya sea por
la actitud deliberadamente sumisa que adopta quien se sienta frente a la
pantalla, ya por lo que ésta transmite domina la escena, lo cierto es que la
voluntad de la persona suele quedar muy pronto domeñada por las imágenes
percibidas como un punto de atención que se mantiene pasivamente, a veces sin
tener conciencia de ello, más o menos prolongado en el tiempo. Y he aquí, por
tanto, el problema: el tiempo consumido jamás será recuperado. Es un capital
que se pierde, aunque la dimensión de la pérdida sea correlativa con la
utilidad y el provecho que se haya obtenido durante ese contacto con el medio
que nos entretiene y absorbe. De ahí que una de dos: o valoramos convenientemente
nuestro tiempo, haciendo uso sólo de aquellos mensajes de la televisión que nos
resultan enriquecedores en las diversas acepciones que se quiera dar al
término, o lo dedicamos a lo que siempre nos va a resultar más satisfactorio. A
la lectura, a la escritura, al ejercicio físico, al paseo, al disfrute de los
paisajes o al encuentro con los demás a través de la conversación.
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