Predicar es defender o extender una doctrina o unas ideas, haciéndolas
públicas o patentes. Es pronunciar un discurso o un sermón de supuesto
contenido moral. También tiene una acepción en la que dice aconsejar o
reprender a una persona, amonestándole o haciendo observaciones para
persuadirle de algo.
Todo esto y más es lo que hace el predicador, una figura muy extendida
en estos tiempos (probablemente a estas alturas ya todos tengamos a varios en
mente) Habitualmente, un predicador necesita de un púlpito para hacerse oír y,
de eso, hoy en día vamos muy sobrados. En la época de la interconexión, de la
información (o desinformación según se mire) cualquiera es susceptible de
convertirse en predicador. Desde el Gobierno, la
Iglesia, la Patronal, los medios
de comunicación, la cúpula del partido, el comité de empresa… pero también en
la asamblea de tu colectivo, en tu grupo de amigos, en cualquier página de
Internet… Muchos son los que sienten la necesidad de predicar la verdad, su
verdad.
Desconfía del predicador que se atribuye una superioridad moral y/o
intelectual para explicarte cómo funciona el mundo y en qué nos hemos estado
equivocando, que asegura ser el portador de todas las respuestas y conoce todos
los hechos habidos y por haber.
Desconfía del predicador que sabe en cada momento qué es lo que debes
hacer, cómo debes pensar y cómo tienes que sentirte al respecto.
Desconfía del predicador que se sitúa a sí mismo como ejemplo a seguir,
como faro intelectual o espiritual en un mundo de penumbras peligrosas.
Desconfía del predicador que afirma conocer la solución a tus problemas
pero jamás se detiene a preguntar por ellos puesto que sus razonamientos son
infalibles y carece de sentido el tener que apoyarlos en nada que no sean sus
propias teorías.
Desconfía del predicador que se erige como el guardián de una teoría, la
única, capaz de hacer realidad la salvación de la humanidad; que se atribuye la
potestad de señalar a los que cumplen los preceptos de forma ortodoxa y a los
que no son más que falsarios vendedores de humo cuyo único propósito en la vida
parece ser reventar el inevitable triunfo de la verdadera teoría.
Desconfía del predicador que utiliza todos los medios a su alcance para
bombardear intelectualmente, desconfía de mí. Lo que escribo es fruto de mis
reflexiones y mis vivencias y, probablemente, sólo me sirva a mí en el mejor de
los casos. Desconfía y que esa desconfianza te lleve a la duda y a la necesidad
de reflexionar y experimentar, en definitiva a vivir. No rechaces sin más al
predicador porque eso te lleva a convertirte en uno más que se dedica a
replicar y repetir consignas y opiniones que carecen de sentido si no van
acompañadas de la práctica en la vida cotidiana. Predicar es fácil, cualquiera
puede hacerlo (yo mismo sin ir más lejos) y en una época en que el espectáculo
es lo que prima la figura del predicador gana adeptos a cada segundo
convirtiéndonos en meros hinchas fanáticos de uno u otro. Lo complicado es
acompañar con hechos a las palabras. La coherencia entre lo que pensamos,
sentimos y hacemos es la única manera de transitar por esta vida con un mínimo
de certidumbre acerca de nuestro camino. Cuando esto sucede, sobran los
predicadores. Hechos y palabras son necesarios pero siempre que caminen a la
par.
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