Ayudar es, en principio, propio de mentes y actitudes solidarias,
altruistas. Son muchos los
que, carentes de medios o en una situación trágica, necesitan en un determinado
momento ser ayudados, pues es la única manera de superar una situación crítica
y de lograr, mediante su esfuerzo, capacidad e inteligencia, ese nivel que les
permite adquirir autonomía propia y campar por sus fueros. Es la ayuda sincera
y generosa, a la par que circunstancial y no indefinida.
Pero cuando la ayuda es un mero paliativo, que se concede con
el fin de aliviar un problema estructural o de intensificar los lazos y
dependencias que unen a quien la recibe respecto del que la da, es evidente que
las cosas cambian. Disfrazada de filantropía, y con la envoltura de la buena
voluntad y de la generosidad desinteresada, la ayuda elude el corazón mismo, el
fundamento real, de las causas que
la justifican. No las resuelve, simplemente las mitiga, cuando no las
elude, lava la mala conciencia y, a la postre, explica la dilación en la puesta
en marcha de medidas realmente correctoras de la necesidad, que no cesa de
agravarse.
No se convierte así la necesidad
en virtud, sino en pesada losa. Es pura y simplemente el resultado de una grave situación estructural, motivada por reglas del juego
diseñadas al servicio de los que ayudan y cuya gravedad se agudiza al compás de
esa especie de "quiero y no puedo"
en que parecen instalados quienes a la par que envían sus aportaciones
económicas y sus consejos, y de ello bien que presumen, hacen bien poco o,
mejor aún nada, cuando de corregir los factores que explican la agudización de
las necesidades, que obligan a ayudar, se trata. Y todo ello sin pasar por alto
las situaciones en que sus pretendidos efectos se ven condicionados por la corrupción
o por el mal uso de quienes la gestionan o, por desgracia tan a menudo, de
quienes la reciben.
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