Solemos decir o escuchar con mucha frecuencia que el miedo es libre.
Como si por sí mismo, el miedo, decidiera dónde instalarse, en qué cuerpo o en
qué ideas o en qué circunstancia determinada, como si el miedo fuera anárquico,
desobediente, caprichoso. Sin embargo yo pienso que el miedo es de todo menos
libre. Obedece órdenes precisas, es sumiso a quienes lo fabrican y nunca, nunca,
muerde la mano de sus amos. El miedo se incrusta en el tuétano de la vida, se
cuela a sorbos o de un trago y paraliza a quien lo tiene. Casi todos los miedos
son interesados, sirven para someter, para silenciar, para humillar, para
dejarnos bien atados: El miedo de la mujer al hombre que la pega, el de los
pueblos al hambre o a la guerra, el de los refugiados a no encontrar quien los
proteja, el de los necios a que se les llenen las casas de extranjeros, el de
quedarnos sin jubilación, sin casa, sin empleo. El miedo a saber, a la memoria,
a los recuerdos, al mañana sin sueños.
El jodido miedo que nos esclaviza hace muy bien su trabajo, se gana su
jornal sucio, triunfa oscureciendo los deseos. Por esto digo que a mi no me
parece libre, me parece un tirano, un déspota servil, un asalariado ruin y
peligroso que hace el trabajo más sucio de la humanidad: es el verdugo de
cualquier victoria.
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