Ahora que
estamos en época de Declaración de Hacienda debemos recordar eso, precisamente,
que la base de toda buena sociedad es la proporcionalidad de los impuestos y el
respeto al bien común, a la cohesión social y la solidaridad. De hecho, en
donde se demuestra el amor a la patria no es en las declaraciones retóricas ni
en la forma de agarrar una bandera sino en el cumplimiento honesto de esa
proporcionalidad a la hora de sostener a toda la sociedad. Como todos los
individuos y todas las sociedades parten de situaciones desiguales, observar
esta honestidad en la proporcionalidad es buscar que las diferencias se atenúen
en vez de aumentarse. Quizá es algo que no comprenden tantos como se llaman
liberales hoy en día y que solo buscan el medro propio y un lugar opaco en el
que esconder el dinero ocupando la administración del estado en beneficio
propio o de su forma de entender la vida y los negocios. Es una de las muchas
diferencias entre el verdadero liberalismo y el capitalismo salvaje.
De la
Constitución de Cádiz de 1812, la primera promulgada en España, siempre me
llamó la atención el artículo 13: “El objeto del gobierno es la felicidad de la
Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar
de los individuos que la componen”.
Algunos me
tacharán de ingenuo, utópico o, como se dice ahora, de querer crear una cortina
de humo. Pero a mi me parece el mejor objetivo que puede tener una nación y el
mayor deber de un gobierno. Una formulación bien temprana del estado del
bienestar. Que una nación sea o no feliz se define precisamente en ese
bienestar de todos y cada uno de los individuos que la componen. Y para eso se
necesita honestidad, políticas de cohesión y solidaridad. Ahí es donde se deben
aplicar los legisladores. Lo demás es papel mojado.
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