Hubo un tiempo
en que la palabra gases, tras la II Guerra Mundial, era sinónimo de muerte, de
holocausto y de nazismo puro y duro, asociándose a tétricas cámaras de
exterminio movidas por la más aberrante manifestación de la vileza y maldad del
ser humano.
Luego
aparecieron los gases lacrimógenos para disolver manifestaciones, para evitar
la protesta, para eliminar la expresión de la disidencia. Quién de mi
generación no recuerda a los grises lanzando botes de estos gases, balas de
goma y ¿por qué no?, de cuando en cuando, escaparse algún tiro, allá por los
años 70.
Siempre, desde
el poder, se intentó controlar al sometido, al sumiso que se levantaba contra
la injusticia, al necesitado y desesperado que, harto ya de esperar y de clamar
al silencioso e indiferente cielo, pedía a grito pelado que se diera solución a
unos problemas que él no había provocado, pero que le atosigaban y
condicionaban la vida. Cuando la gente, cansada de la indiferencia de los
gobiernos y de los yugos ungidos por dictaduras insoportables, pretendía
manifestar su disgusto y desacuerdo mediante canales oficiales, se encontraba
con el muro de la indolencia, de la apatía e impasibilidad. Los gobernantes
hacían oídos sordos. Entonces no quedaba más remedio que lanzarse a la calle,
gritar y patalear, mostrar ira, furia, indignación y coraje, para hacerse oír y
conseguir los objetivos que de forma democrática deberían ser logrados si todo
funcionara bien.
Ahora, cuando
los poderosos siguen jugando al ajedrez sobre el tablero esferiforme de la
tierra, cuando las guerras se fraguan en países no adeptos o de dificultosa
filiación, geoestratégicamente importantes, cargados de conflictos seculares y
con fronteras un tanto artificiales tras la descolonización de los imperios
europeos, esa Europa le da la espalda y se desentiende de su responsabilidad
histórica y de sus principios de justicia social y respeto a los derechos
humanos.
Pero hoy, una
vez más, hemos asistido al baile del cinismo, a la interpretación de la farsa
de la política, quedando patente que la Europa de los mercaderes no entiende de
humanidad, que solo maquillan sus ideas y actos cuando hay un elemento que
movilice significativamente emociones y sentimientos en la conciencia del
pueblo europeo y que ello les lleve a la pérdida del control y a tambalearse la
estructura social que sostiene el sistema.
Pobres refugiados.
Pobres niños, a los que su alegría les ha sido robada en un tránsito dramático
hasta llevarles a la desolación y la desesperanza, al envejecimiento prematuro
al que arrastra la indolencia, el hambre, la miseria y la desconfianza en
los seres humanos. ¿Qué valores se siembran en esas mentes infantiles que ven
llorar a sus padres de impotencia para poder dar solución a sus necesidades?
¿Quiénes son los culpables de ese fracaso prematuro de un proyecto de vida en
esas infantiles esperanzas? ¿Quién pagará la factura de tal desaguisado y del
odio que se siembra? Esa es la pregunta del mañana…
Hoy se vuelve a
gasear a las personas que lloran su desgracia, a los indefensos que buscan
angustiados solución a sus problemas, a los niños, las mujeres y los hombres
que protestan hastiados de tanta espera bajo el barro, la lluvia y la miseria.
Pero si no saben llorar, no se preocupen, con los botes de gases lacrimógenos
seguro que lo logran… así no se sabrá si llorar por su suerte o su desgracia, o
por efectos de los gases les mandan. Tal vez hoy lloren por las dos cosas, por
su mala suerte y por la rabia que provocan los cínicos sujetos que les acogen
con fuegos de artificio, con la irritante asfixia y lágrimas embasadas en
botes, en lugar de un trozo de pan y algo de agua.
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