De
una u otra manera, con mayor o menor acierto, todos hemos sido educados en la percepción de
los paisajes. Nuestras vivencias aparecen siempre asociadas a un modo de
entender, interpretar y valorar la realidad espacial que nos rodea. No hay
experiencia sin paisaje imbricado en ella, ni reflexión que no sea efectuada a
partir de la referencia geográfica que la motiva. Tanto es así que parece
imposible recordar los hechos que nos sucedieron en un determinado momento sin
tener presentes al tiempo las características del ámbito en el que tuvieron
lugar, y que en medida nada desdeñable ayudan a entenderlos y a conservarlos en
la memoria.
Somos,
pues, tributarios directos de lo que sucede en nuestro entorno, de suerte que
nuestra cultura territorial se enriquece a medida que sabemos entender las
otras culturas, expresivas de realidades que nos alertan sobre el significado
de la diferencia, la magnitud de los contrastes, la utilidad creativa de la
experiencia comparada. Nos enseña a relativizar los conocimientos, que
precisamente se fortalecen cuando los asumimos como partes integrantes de un
todo complejo, bien estructurado e incluyente. Esenciales, por tanto, en la
maduración de la personalidad, la imagen que tengamos de cada uno de ellos
constituye un elemento primordial de nuestra propia sensibilidad, que
precisamente se fragua a medida que asimilamos los valores que los distinguen.
De ahí la necesidad de subrayar hasta qué punto de la calidad de los paisajes
depende también la de nuestra propia cultura, que no es sino la manifestación
de los comportamientos que nos permiten enriquecernos con el entorno tanto
individual como colectivamente.
Sin
embargo, rotundamente debemos advertir que en el territorio español los valores
que encierra la noción de paisaje, clave a la hora de definir la fortaleza de
un proceso educativo que obliga a la beligerancia a favor de los aspectos que
en mayor medida lo cualifican, no gozan en los momentos actuales de buena
salud. Peor aún, se encuentran violentados en mayor medida que en cualquier
otro país de la Unión Europea. No en vano al toparnos con la realidad
circundante y analizar con espíritu crítico cuanto se hace a nuestro alrededor
la imagen cualitativamente pretendida se desvanece para abrir paso a un
panorama en el que las diferentes modalidades de agresión derivan en deterioros
tan graves como generalizados. Asistimos al apogeo de acciones simplificadoras
y banales, que, concibiendo el cambio de uso del espacio como algo ajeno a
cualquier tipo de restricción, tienden ostensiblemente a prevalecer frente a
las que, en cambio, preconizan la defensa y salvaguarda de los valores
paisajísticos o a las que lo entienden como un conjunto integral, formado por
componentes indisociables.
A
poco que en nuestro país se profundice en el seguimiento de la cuestión, no es
difícil sorprenderse y asustarse ante la magnitud de las barbaridades que se
están cometiendo en nombre de no sé sabe muy bien qué progreso o desarrollo.
Por doquier, y con excepciones contadísimas, asistimos desde hace unos años a
la proliferación errática de intervenciones sobre el territorio marcadas por un
denominador común: la ocupación y consumo desenfrenados del espacio a través de
promociones inmobiliarias ante las que no se establecen otros límites que los
determinados por la voracidad de los intereses y criterios sobre los que se
sustentan. Si los datos numéricos registrados al respecto son más que
elocuentes, pues sitúan a España, y con asombrosa diferencia, en la cabeza de
los países europeos por el volumen de edificación llevada a cabo, el problema
no estriba tanto en la dimensión cuantitativa del fenómeno como en las
gravísimas implicaciones que desde el punto de vista estratégico, cultural y
medioambiental traducen una peculiar forma de entender las relaciones entre
sociedad, desarrollo y territorio marcadas por tres tendencias francamente
preocupantes y entre las que se impone una lógica muy bien definida.
La
primera tiene mucho que ver con la ausencia absoluta de cultura y de
sensibilidad territorial con
la que se acometen la mayor parte de las actuaciones, producto de una
deliberada desatención por el alcance de los efectos provocados. Aparecen como
la manifestación fehaciente de una total falta de respeto y de consideración
por el entorno en el que se llevan a cabo. La ausencia de evaluaciones de
impacto ambiental, con clara desestimación de los niveles de riesgo o de la
repercusión que han de tener sobre los recursos naturales (he ahí la gravedad
reiterada del problema del agua), resulta con frecuencia tan grave como el
incumplimiento de las que se realizan, que o bien son cuestionadas por
restrictivas de la liberalidad edificatoria o se acomodan en sus indicaciones a
los fines de quienes las demandan, evitando así cualquier obstáculo que
entorpezca o mediatice el objetivo deseado.
En
segundo lugar, es evidente que en el modo de concebir la decisión prima casi
siempre la perspectiva a corto plazo, la inmediatez de los resultados,
con independencia de sus implicaciones hacia el futuro. Y no sorprende que esto
ocurra por la sencilla razón de que esta visión cortoplacista que rige la
ocupación desbordada y congestiva del espacio viene impuesta por la
circunstancia, realmente grave, de que el poder de decisión, la capacidad de
iniciativa real, ha cambiado de manos. Los promotores inmobiliarios se han
adueñado del territorio y han ido cercenando, a la par que mediatizando en
función de sus intereses, al poder municipal, que se pliega ante hechos de los
que se sólo percibe su rentabilidad inmediata. La experiencia de nuestro país
sobreabunda en irregularidades de este tipo y de hecho son muy pocos los
municipios, tanto urbanos como rurales, que resisten a la constatación de esta
tendencia generalizada. Y, por lo que se ve, las diferencias políticas parecen
diluirse en aras de una tendencia a la homogeneización de estrategias que, si
en parte encuentra uno de sus fundamentos primordiales en los problemas de
suficiencia financiera a que se enfrentan de las administraciones locales, no
es menos cierto que a la par acaba siendo asumido como algo meritorio y digno
de reconocimiento, asociándolo demagógicamente a un presunto “desarrollo”
mediante campañas de manipulación informativa y de marketing grandilocuente, en
las que la opacidad de las intenciones marcha en paralelo con la propia
consolidación del entramado de intereses e influencias que a la postre acaban
configurando el modelo de ciudad que se pretende por parte de unos pocos frente
a los intereses y las preocupaciones de la mayoría.
Hay
que recurrir a estos argumentos para comprender el tercero de los pilares en
los que se apoya esta situación. Me refiero a la visión fragmentaria y reduccionista con
que se abordan la gestión del patrimonio
y de los recursos territoriales, y, por ende, las propias políticas
urbanas. En pocas palabras, puede decirse que se ha procedido a la sustitución
del paisaje, en su dimensión más noble e integradora, por la intervención
puntual, comúnmente asociada a la monumentalidad de las iniciativas (esas
arquitecturas de la retórica de las que habla Jacques Herzog) o a la
preservación más o menos cuidada de las áreas emblemáticas, tal y como se
expresa en las políticas de rehabilitación de los centros históricos, aunque
aquí tampoco sea oro todo lo que reluce, por mor de las frecuentes agresiones
arquitectónicas que los distorsionan hasta desnaturalizarlos
Aun
así, conservar y atender lo que atrae turísticamente o recurrir a la
escenografía que depara la espectacularidad puntual de un edificio determinado,
más allá de su funcionalidad, de su coste y de la eficacia de su uso, suponen
tal vez un alivio frente a la mala conciencia que pudiera provocar el
tratamiento especulativo sobre el suelo público o el hacinamiento y el
deterioro estético a que brutalmente se ven sometidas las periferias, donde el
concepto de ordenación del territorio y de sostenibilidad, tal y como está
concebido en la Estrategia
Territorial Europea, sufre hoy en
España de las mayores aberraciones.
Ante una situación como la que nos ocupa,
inequívocamente marcada por el encarecimiento brutal de la vivienda, por el
desencadenamiento de escandalosos procesos especulativos, por la destrucción
irreversible de espacios de gran valor ambiental o por la hipertrofia de un
mercado hipotecario que en los últimos años ha crecido exponencialmente, cabe
lamentar que los ciudadanos, inermes, masivamente endeudados, y por más que de
manera individual manifiesten una actitud crítica, han acabado adoptando
colectivamente un resignado silencio, convencidos de que frente a tales
atropellos muy poco o casi nada se puede ya hacer.