La gente literalmente se está muriendo de
pena. Muchos seres humanos viven acorralados por el miedo a ser, por el miedo a
no tener, por el miedo a fracasar. Es de noche para ellos y la primavera no les
llega. Las mujeres nunca consiguen ser princesas, los hombres no alcanzan
tampoco el ideal de valentía y fortaleza, los niños se arrinconan con sus
diferencias, los viejos llegan a sentirse inútiles en esta sociedad donde los
que no producen son vomitados a los arrabales de la indiferencia. Es decir, no
solo se suicidan los que se quedan sin nada, los desahuciados o hambreados.
También se suicidan los que no encuentran sentido al sinsentido de esta
sociedad enferma.
El capitalismo vacía de humanidad los
corazones, los hace palpitar en un delirio que no todos soportamos: trabajos
extenuantes, ocio para consumir sin tregua, drogas, cosificación de los
cuerpos. Un frenesí donde lo que menos importa es lo esencial.
Se fabrican medicamentos
que neutralizan la angustia de vivir, pastillas de todos los colores y formas,
diagnósticos a trote y moche que resumen una sola cosa: el ser humano debe
adaptarse al dolor que le causan sus cadenas, debe acostumbrarse a la necrosis
de tanta violencia porque si respira es para aumentar la riqueza ajena. En
definitiva, el capitalismo extermina de hambre, guerra y de pena. Sostenerlo
saludable cuesta millones de víctimas. La pregunta es si seremos capaces de
detener el holocausto antes de que sea demasiado tarde.
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