Hace unos pocos días se
conmemoraba el aniversario de la muerte de Aylan, un pequeño ser humano que
murió tratando huir de unas circunstancias vitales que pese a lo que pudiera
parecer, no son una fatalidad del destino, sino la realidad orquestada y
ejecutada por el hombre.
En realidad, no se
conmemoraba su muerte. Más bien, la publicación de la fotografía donde ésta se
representaba. Aylan era un pequeño kurdo que murió en las costas turcas huyendo
del Estado Islámico y, esto, no deja de ser una paradoja macabra que, por
supuesto, ningún gran medio de comunicación se tomó la molestia de comentar. La
familia de Aylan huía de sus verdugos y murió en la puerta de los mismos
verdugos. Era un viaje que ya estaba condenado, sin posible final feliz, pero a
nadie le importa.
Porque en esta sociedad
prima el espectáculo y éste está en la fotografía, está en el continente y no
en el contenido. Hace un año aquella foto revolucionó los mass media que le
dedicaron horas y horas a lo que ellos se encargaron de denominar la crisis de
los refugiados (aunque en realidad se les niegue todo refugio, pero esto es
sólo otro de esos aspectos irrelevantes). Sólo era eso, espectáculo. Docenas de
entrevistas y reportajes que repetitivamente “denunciaban” la situación en que
se hallaban y se hallan esos cientos de miles de seres humanos. Por supuesto,
ni una sola referencia a causas o culpables más allá de la versión oficial, ni
una sola alusión al hecho de que aquella no era una situación excepcional tal y
como se nos quería hacer ver. Porque lo cierto, es que no lo era, no lo es.
Un año después, esos
mismos medios recuperan el tema preguntándose qué ha pasado. Creían (o eso
pretenden que creamos) que aquella fotografía cambiaría el mundo o, al menos,
aquella situación dándole una solución. Nos infravaloran, sin duda, nos
infravaloran y nos creen incapaces de comprender que todo su despliegue sirvió
para lanzar campañas y mensajes y lava conciencias y para, efectivamente, dar
una solución: criminalizar al diferente y tratarlo en consecuencia. A él y a
los que al margen de lo institucionalmente marcado deciden hacer algo al
respecto. Sólo hay que ver cómo al tiempo que se rasgaban las vestiduras por la
falta de soluciones se lanzaba la construcción de un nuevo muro antipersonas
por parte de Francia e Inglaterra en Calais.
Sin embargo, no voy a
negar que hay un aspecto de lo repetido estos últimos días que me ha llamado la
atención por lo acertado; aunque difiero y mucho, del carácter excepcional que
le daban. Se hablaba estos días de que la principal causa de la inacción
política e, incluso, ciudadana se debía a la deshumanización a la que se había
sometido a los refugiados (curiosamente esos mismos medios parecían
autoexcluirse de este fenómeno, cuando son fundamentales para ello).
La deshumanización no es
un fenómeno natural y puntual como pareciera, ni siquiera es la consecuencia de
una determinada forma de pensar y/o actuar. Deshumanizar, quitar el carácter
humano o sentimental a las personas, es algo absolutamente imprescindible para
el funcionamiento de una sociedad consumista y explotadora como ésta de la que
formamos parte.
Deshumanizar lo hacemos
todos o casi, cada uno tiene sus razones pero es un mecanismo al que todos
recurrimos para, de forma consciente o no, justificar nuestra forma de hacer.
Al no reconocernos como lo que somos y aceptar una supuesta superioridad moral, intelectual
o del tipo que sea podemos seguir viviendo como si tal cosa, como si Aylan
fuera un caso aislado y no uno entre miles que cada año mueren tratando de
cruzar unas fronteras, tras las que suponen un paraíso, que
justificamos y defendemos por encima de todo creyendo que son algo más de lo
que realmente son: meras divisiones estratégicas que delimitan las casillas de
un tablero global en el que en el mejor de los casos somos simples peones y la
mayoría de las veces, no pasamos de simple mercancía que es consumida y
desechada.
Sólo así, podemos seguir
adelante sin pensar en que cada año las prioridades de unos pocos que
hábilmente transforman en los deseos y necesidades de unos muchos, condenan a
muerte por falta de alimentos a más de tres millones de pequeños seres humanos
como Aylan en todo el mundo. Haciendo un cálculo grosero y rápido corresponde a
la muerte de un niño cada diez segundos, pero no importa cuántos millones
mueran porque no son como nosotros, no nos importan, no nos incumben.
Esa misma
deshumanización la trasladamos a nuestro día a día, a nuestro entorno. Parece
que ya muy pocos nos incumben, sólo a los muy cercanos (por las razones que
sea) los consideramos como a iguales y, por tanto, merecedores de nuestra
atención, comprensión y solidaridad.
Sé y sabemos, por mucho
que nos digan y nos lo quieran hacer creer, que esto no es innato. Nuestra naturaleza
es solidaria, colaborativa y desprendida. Pero han conseguido que esto sólo
aflore en situaciones extremas cuando la desgracia nos golpea de modo tal que
no la podamos obviar. Por supuesto y afortunadamente, existen y siempre
existirán esos seres que todavía comprenden de verdad que la solidaridad es la
verdadera fuerza del Ser Humano.
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