Estos días resuena en
mi cabeza con especial insistencia una bella palabra portuguesa (se la debo a
mi amiga Gloria) que ha inspirado tantos poemas y fados, saudade.
Su sola pronunciación, lenta y suave, sabe a nostalgia y añoranza, la misma que
siento cuando la oscuridad empieza a regatear con la luz del sol y poco a poco,
casi sin que uno se dé cuenta, le va restando segundos, minutos, hasta que, una
tarde cualquiera de septiembre, levantas la vista del ordenador, de la
televisión, del banco del parque, de tu quehacer cotidiano…y es de noche. ¿Ya
es de noche?
Irremediablemente se
instala en mi la añoranza de los largos días de verano, de las tardes
interminables en la plaza manchega de mi pueblo, de las confidencias en una
terraza a la intemperie, de la belleza de la noche tras el calor de la jornada,
del chorro infinito de luz. La luz del sol. Saudade.
Sin embargo la
naturaleza, siempre tan sabia, parece que nos prepara para ese tiempo de
oscuridad, de días cortos y noches frías, y convierte septiembre en el tránsito
suave del verano de los tonos blancos y azules, de la luz intensa, al otoño de
verdes, marrones y amarillos, a los días de luz tenue. Durante ese tiempo de
transición hay días como el de hoy en que el cielo juega a disfrazarse de mil
formas y a adoptar mil colores para dejarnos estampas de una increíble belleza
que, indefectiblemente, llevan el sello de septiembre. De esa luz única de los
últimos días estivales que preceden al otoño y que van acompañados de gestos
que ya creíamos olvidados como buscar las sábanas de madrugada para taparnos,
vestirnos con algo más de ropa o empezar a agradecer una taza de café
calentita.
Me cuesta cruzar el
puente hacia el otoño, pero reconozco que viene cargado de belleza. Y aunque
así no lo fuera, como diría Herman Hesse, “La mitad de la belleza depende del paisaje, y la otra
mitad de la persona que la mira”…
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