martes, 27 de septiembre de 2016

SOMOS LO QUE VOTAMOS




Cuando los representantes políticos a los que votan permiten el desahucio de miles de personas o el desamparo social de otras muchas,  sus votantes deberían sentirse corresponsables de esos terribles sucesos.

Cuando una persona confía su poder a un manojo de individuos que lo usan para organizarse como una grupo jerarquizado de aduladores, que dedican su tiempo y sus esfuerzos a asegurar la propia vida del grupo y no a servir a la sociedad, esa persona debería enfrentar su responsabilidad no sólo ante los damnificados directos de ese tipo de política, sino ante la sociedad entera, que sufrirá el atraso y las mentiras de semejante estirpe.

Si lo pensamos bien, ningún español vivo ha conocido época alguna en que la política consistiera en afrontar con sensatez y humanidad el bienestar de los ciudadanos. La inmensa mayoría de los políticos no ha necesitado más que especializarse en los tejemanejes del poder para escalar en la jerarquía de grupo, y sí, de paso arreglar algunas cosillas en la sociedad, aunque sólo por pura inercia.

Los políticos profesionales son una especie aparte: se parecen todos y se diferencian del resto de los ciudadanos en su comportamiento habitual, incluso en su fisonomía. Son gente especialmente preocupada de su imagen, no pocas veces hasta límites ridículos. Son tipos que hacen ostentación continua de su posición en el partido y en la sociedad, que viven fervorosamente los avatares de su organización y que, conforme trepan en la escala del poder, se van olvidando de sus obligaciones. Estas obligaciones son cada vez más una oportunidad de ascenso y menos una posibilidad de servicio. Cada día creen menos en lo que hacen por los ciudadanos, de ahí que se produzca una brecha insalvable entre ellos y los técnicos que se supone deben llevar a cabo sus políticas, y que cunda entre todos estos técnicos el desánimo y la convicción de que casi nada de lo que se hace sirve para nada.

Hay diferencias en la escala jerárquica del partido, pero en todos los niveles funciona esa adulación ambigua por el que está arriba, de ser abrazado por él ante los demás, porque ese abrazo favorece el ascenso. Incluso entre las bases, donde algunos recién llegados aún conservan la buena fe y la intención de trabajar por el bienestar de los ciudadanos, existe un sentimiento religioso de reverencia a cualquiera que haya conseguido cierta responsabilidad en el aparato del partido. Se aprende pronto que la crítica, que el razonamiento se opone a la organización. Sólo se puede ascender con obediencia, aceptando las reglas del grupo, reproduciendo los esquemas y costumbres que la sostienen. La organización debe compatibilizar la necesidad de éxito electoral con el juego de astucias y maldades que decide quiénes llevarán las riendas, quiénes repartirán los beneficios en forma de generosos sueldos y mullidos sillones.

Hay que admitir un cambio, a peor, desde los inicios del período democrático a este parte: se ha producido una palmaria disminución de la formación intelectual de los políticos. Si la inteligencia tramposa sigue siendo una cualidad esencial de los políticos de éxito, si deben seguir siendo unos listos, hoy han dejado de necesitar algún tipo de formación intelectual para acceder a responsabilidades enormes. Los errores de gobierno se sobreseen con pasmosa facilidad. No se cae el mundo si un buen número de políticos son analfabetos funcionales, porque la escala del poder ofrece multitud de puestos de responsabilidad adaptados a su ignorancia, bien remunerados, y muy útiles para pavonearse.

Por otro lado, todos conocemos a alguna buena persona que tuvo la cándida idea de intentar cambiar el funcionamiento de los partidos desde dentro, y seguramente hemos podido asistir al frío y sistemático método que los partidos usan para machacar a estas almas ingenuas. Hay, sobre todo a nivel local, un pequeño grupo de concejales y militantes de base que, dada la escasa importancia que los aparatos conceden a esos niveles de la política (precisamente los más cercanos al ciudadano), consiguen desarrollar proyectos interesantes y útiles, pero también estos personajes periféricos han de cumplir con los protocolos, incluso a veces con los vicios del grupo.

Cuando votamos a estos grupos debemos asumir la responsabilidad de sus éxitos y de sus fracasos, pero también de sus fechorías, y si aun así, aun conociendo sus desmanes, seguimos votándolos, debemos ser conscientes que somos nosotros los que andamos sosteniendo a una estirpe de malhechores, nosotros los que mantenemos un sistema político corrupto y desnaturalizado.

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