Mirar hacia atrás es revivir la vida; tal vez por
eso exista la nostalgia, que es esa tristeza melancólica originada por el
recuerdo de una dicha perdida, pero que,
mirándolo en su parte positiva, desde la madurez, permite reactivar las emociones
que ya se vivenciaron en su día. Además la remembranza tiene un valor muy importante,
pues uno elige la parte de la vida que quiere recordar y revivir, que suele ser
siempre algo agradable.
Las huertas… la huerta era para mí un paraíso pues
yo vivía en el pueblo, donde no tenía acceso a espacios similares, por lo que
cuando visitaba los veranos las huertas de mi familia y amigos (mi tío Frutos,
mi tío Pedro, la familia Castellanos Climent) era todo una fantástica
experiencia. Cambiaba la forma y el fondo de vida, el cariño y afecto de la
familia, la alimentación, el juego y diversión, los baños en las albercas, los
paseos por la tierra, el trillo de la era con su parva y los hombres aventando
las mieses. Qué experiencia más alucinante era dormir en la era en las noches
de verano. Jamás volví a ver un cielo tan claro y poblado de estrellas, con su
vía Láctea, o Caminito de Santiago como refiere el Códice Calixtino. En
aquellos tiempos uno no sabía casi nada del firmamento y cómo, en todas las
culturas, fue un motivo mágico para interpretar el cosmos y su influjo en la
vida de los seres humanos. Qué belleza y fantasía hay en la interpretación de
la mitología, cuando dice que la vía Láctea se formó con el reguero de leche de la diosa
Hera desparramada por el cielo cuando se negó a amamantar a Hércules niño,
producto de la infidelidad de su esposo Zeus con la mortal Alcmena. Con estas
cosas, te tumbas bocarriba, miras el cielo y le das rienda suelta a tu
imaginación, liberándote de las presiones de este mundo, refugiado en las
estrellas por unos instantes con un vuelo prodigioso y mítico.
Pero vuelvo a
la huerta y dejo la era. La huerta me recordaba, dentro de mi candidez, al
paraíso terrenal. Había frutales variados como cerezas, peras, membrillos,
granadas, ciruelas, manzanas y una linda higuera sobre el brocal, que
temerariamente se asomaba al agua dando sombra casi a la totalidad de la
alberca. Esa higuera era lugar común de juegos mientras nos deleitábamos
comiendo higos a horcajadas de sus ramas con el riesgo, no consciente, de caer
sobre el agua y darnos un baño forzoso, nada desechable en pleno y caluroso
verano. Los frutos tropicales, tan de moda hoy día, no se conocían ni
cosechaban en aquellos tiempos.
En las eras crecían, alimentadas por el riego, un
interesante número de hortalizas. Como tomates, berenjenas, pimientos, melones,
sandias, ajos, cebollas, lechugas, zanahorias, calabacín, pepino, etc. Pero uno
de los productos más deseados era el tomate, que al abrirse por la mitad y
ponerle sal refregando las partes para la disolución, era un bocado exquisito.
Si a ello sumamos la accesibilidad al consumo de fruta, ya me dirás si aquello
no era un paraíso para los críos, que no veíamos el esfuerzo y el trabajo que
requería el cultivo y cuidado de la huerta.
Recuerdo la vereda que llevaba de las casas a la
alberca, estrecha y siempre amenazada por el zarzal indómito, escoltada por
frutales en sus bordes y acariciada melosamente por la acequia. Era dificultoso
transitar en algunos tramos del camino ya que frutales y zarazas, en su pugna
por dominar la zona, ocupaban el espacio obligando al transeúnte a inclinar la
cerviz a modo de sometimiento ante la lucha de la naturaleza.
Desde la perspectiva actual se ve claramente que no
eran tiempos fáciles, sin agua en las casas, sin servicios sanitarios que te
remitían al uso del muladar, sin acomodos y confortabilidad y escasez de
enseres del hogar. Eran tiempos difíciles, pero el niño, en su inocencia, no
llegaba a comprender el agobio que tanta dificultad producía en sus padres. A
pesar de todo, la vida tenía su encanto, la casa encalada y blanca, su suelo
empedrado con cantos rodados, el corral con las gallinas, el burro pacía en la
cuadra a la espera de su turno de trabajo, mientras perros y gatos merodeaban
en continuas esquivas para evitar encontrarse en conflicto… era un conjunto
ecológico donde compartían espacio y hogar los seres humanos y los otros seres
que, en su alianza, nos hacían la viuda más fácil desde su arcaica connivencia.
El calor en
las noches de verano te arrojaba de la casa y buscabas en la puerta, sentado en
la silla de enea, una ligera brisa que paliara el sofoco. Mientras los mayores
charlaban y fumaban, los críos jugábamos o nos quedábamos embelesados con las
historietas y cuentos que nos relataba un espontáneo con vocación de narrador,
o más bien narradora, pues eran las mujeres las que, desvinculándose de la
charla de los mayores, se aliaba con nosotros con su voluntad de asombrarnos
con sus relatos de tradición oral.
La casa de mi tío Frutos tenía una explanada
empedrada delante; una parra escuálida, a juego con la penuria de aquellos
tiempos, que se esforzaba denodadamente en ofrecer unas escasas hojas que nos
protegieran de las agresiones del sol, adornando unos raquíticos racimos de
uvas que eran más un ornamento que un fruto comestible. El botijo de agua
fresca, del que había que beber a chorro… y pobre del que chupara el pitorro,
se ofrecía como forma de apagar la sed y las amenazas del calor. Todo ello a la
espera de que una ligera brisa suavizara la calurosa noche, que una vez
superada invitaba al descanso en un catre con colchón, en algunos casos,
relleno de crujientes panochas, o de lana de borra.
Yo, hoy, a la vista de estas remembranzas, volé buscando en el pasado
reflejos diferentes de un humanismo tan ausente, de una forma de vida en
valores distintos. La tecnología nos apartó de la naturaleza, le volvimos la
cara y le mostramos un desprecio que nos puede costar caro, pues la tierra es
la madre de todo nuestro sustento. Nos satisfará hasta su último aliento, pero
si no somos capaces de encontrar la belleza y las emociones que conlleva su
trato, también será nuestra sentencia de muerte. La persona forma parte de un
todo, y si no lo respetamos y conservamos no seremos nada, porque “el todo” nos
habrá abandonado y entregado a la nimiedad.
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