sábado, 10 de septiembre de 2016

LAS HUERTAS




Mirar hacia atrás es revivir la vida; tal vez por eso exista la nostalgia, que es esa tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida, pero que, mirándolo en su parte positiva, desde la madurez, permite reactivar las emociones que ya se vivenciaron en su día. Además la remembranza tiene un valor muy importante, pues uno elige la parte de la vida que quiere recordar y revivir, que suele ser siempre algo agradable.

Las huertas… la huerta era para mí un paraíso pues yo vivía en el pueblo, donde no tenía acceso a espacios similares, por lo que cuando visitaba los veranos las huertas de mi familia y amigos (mi tío Frutos, mi tío Pedro, la familia Castellanos Climent) era todo una fantástica experiencia. Cambiaba la forma y el fondo de vida, el cariño y afecto de la familia, la alimentación, el juego y diversión, los baños en las albercas, los paseos por la tierra, el trillo de la era con su parva y los hombres aventando las mieses. Qué experiencia más alucinante era dormir en la era en las noches de verano. Jamás volví a ver un cielo tan claro y poblado de estrellas, con su vía Láctea, o Caminito de Santiago como refiere el Códice Calixtino. En aquellos tiempos uno no sabía casi nada del firmamento y cómo, en todas las culturas, fue un motivo mágico para interpretar el cosmos y su influjo en la vida de los seres humanos. Qué belleza y fantasía hay en la interpretación de la mitología, cuando dice que la vía Láctea se formó con el reguero de leche de la diosa Hera desparramada por el cielo cuando se negó a amamantar a Hércules niño, producto de la infidelidad de su esposo Zeus con la mortal Alcmena. Con estas cosas, te tumbas bocarriba, miras el cielo y le das rienda suelta a tu imaginación, liberándote de las presiones de este mundo, refugiado en las estrellas por unos instantes con un vuelo prodigioso y mítico.

Pero vuelvo a la huerta y dejo la era. La huerta me recordaba, dentro de mi candidez, al paraíso terrenal. Había frutales variados como cerezas, peras, membrillos, granadas, ciruelas, manzanas y una linda higuera sobre el brocal, que temerariamente se asomaba al agua dando sombra casi a la totalidad de la alberca. Esa higuera era lugar común de juegos mientras nos deleitábamos comiendo higos a horcajadas de sus ramas con el riesgo, no consciente, de caer sobre el agua y darnos un baño forzoso, nada desechable en pleno y caluroso verano. Los frutos tropicales, tan de moda hoy día, no se conocían ni cosechaban en aquellos tiempos.

En las eras crecían, alimentadas por el riego, un interesante número de hortalizas. Como tomates, berenjenas, pimientos, melones, sandias, ajos, cebollas, lechugas, zanahorias, calabacín, pepino, etc. Pero uno de los productos más deseados era el tomate, que al abrirse por la mitad y ponerle sal refregando las partes para la disolución, era un bocado exquisito. Si a ello sumamos la accesibilidad al consumo de fruta, ya me dirás si aquello no era un paraíso para los críos, que no veíamos el esfuerzo y el trabajo que requería el cultivo y cuidado de la huerta.

Recuerdo la vereda que llevaba de las casas a la alberca, estrecha y siempre amenazada por el zarzal indómito, escoltada por frutales en sus bordes y acariciada melosamente por la acequia. Era dificultoso transitar en algunos tramos del camino ya que frutales y zarazas, en su pugna por dominar la zona, ocupaban el espacio obligando al transeúnte a inclinar la cerviz a modo de sometimiento ante la lucha de la naturaleza.

Desde la perspectiva actual se ve claramente que no eran tiempos fáciles, sin agua en las casas, sin servicios sanitarios que te remitían al uso del muladar, sin acomodos y confortabilidad y escasez de enseres del hogar. Eran tiempos difíciles, pero el niño, en su inocencia, no llegaba a comprender el agobio que tanta dificultad producía en sus padres. A pesar de todo, la vida tenía su encanto, la casa encalada y blanca, su suelo empedrado con cantos rodados, el corral con las gallinas, el burro pacía en la cuadra a la espera de su turno de trabajo, mientras perros y gatos merodeaban en continuas esquivas para evitar encontrarse en conflicto… era un conjunto ecológico donde compartían espacio y hogar los seres humanos y los otros seres que, en su alianza, nos hacían la viuda más fácil desde su arcaica connivencia.

El calor en las noches de verano te arrojaba de la casa y buscabas en la puerta, sentado en la silla de enea, una ligera brisa que paliara el sofoco. Mientras los mayores charlaban y fumaban, los críos jugábamos o nos quedábamos embelesados con las historietas y cuentos que nos relataba un espontáneo con vocación de narrador, o más bien narradora, pues eran las mujeres las que, desvinculándose de la charla de los mayores, se aliaba con nosotros con su voluntad de asombrarnos con sus relatos de tradición oral.

La casa de mi tío Frutos tenía una explanada empedrada delante; una parra escuálida, a juego con la penuria de aquellos tiempos, que se esforzaba denodadamente en ofrecer unas escasas hojas que nos protegieran de las agresiones del sol, adornando unos raquíticos racimos de uvas que eran más un ornamento que un fruto comestible. El botijo de agua fresca, del que había que beber a chorro… y pobre del que chupara el pitorro, se ofrecía como forma de apagar la sed y las amenazas del calor. Todo ello a la espera de que una ligera brisa suavizara la calurosa noche, que una vez superada invitaba al descanso en un catre con colchón, en algunos casos, relleno de crujientes panochas, o de lana de borra.

Yo, hoy, a la vista de estas remembranzas, volé buscando en el pasado reflejos diferentes de un humanismo tan ausente, de una forma de vida en valores distintos. La tecnología nos apartó de la naturaleza, le volvimos la cara y le mostramos un desprecio que nos puede costar caro, pues la tierra es la madre de todo nuestro sustento. Nos satisfará hasta su último aliento, pero si no somos capaces de encontrar la belleza y las emociones que conlleva su trato, también será nuestra sentencia de muerte. La persona forma parte de un todo, y si no lo respetamos y conservamos no seremos nada, porque “el todo” nos habrá abandonado y entregado a la nimiedad.




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