La sociedad competitiva y exigente en la que vivimos
impone sus rígidas leyes y ahoga la libertad del ser humano. Una de sus cadenas
más perversas es el canon de belleza impuesto, que sacraliza un cuerpo
perfecto, delgado y ágil identificado, de manera perversa, con el éxito y el
prestigio.
Los medios se encargan de recordarnos, en cuanto llegan
los primeros calores, que nuestros cuerpos no están presentables, según sus
malvadas normas, y nos convencen de la necesidad de castigarnos con
dietas y gimnasios que nos lleven a la soñada perfección, que dictan ellos.
La sociedad usa
una vez más sus armas de modo sibilino y nos esclaviza con criterios estéticos
que nos hacen odiar nuestros cuerpos y horrorizarnos por el paso del tiempo.
Nos están vendiendo apariencias. No puede reducirse al ser humano a una mera
imagen. Pero, las relaciones personales, sobre todo en medios urbanos, se
reducen a encuentros fugaces en los que las apariencias pueden llegar a
eclipsar la esencia de los sentimientos. De este modo nos convierten en objetos
perecederos, con fecha de caducidad.
Nuestro mundo ha ganado, por fortuna, la batalla a la
edad. Pero se niega, paradójicamente a aceptar el envejecimiento. La
sacralización de la juventud y la perfección a toda costa no es más que otra
cadena añadida a las que lastran la libertad de las personas. Nada hay más
gratificante que aceptar dignamente la propia imagen y el proceso vital. Es
patético, y suele resultar ridículo, intentar negarlo, pretendiendo evitar lo
inevitable. No dejemos que nos amarguen la vida, ni tampoco los veranos en
nombre de oscuros intereses y figuras imposibles. Seamos libres.
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