El poder en
el mundo, desde que es mundo, se ha basado en el control de los recursos, de
los bienes y, para ello, se ha recurrido a las diversas formas de poder:
recompensa, coercitivo, experto, referente, legítimo y, en nuestra era, democrático.
Lo importante era controlar los recursos y los medios de producción y en ello
andan.
Y si
hablamos de recursos… ¿para qué sirve un Estado? Un Estado no tiene
sentido si no está para garantizar que cada uno de los ciudadanos tenga
cubiertas sus necesidades básicas, su alimentación, cobijo, abrigo, educación y
salud, amén de otra cosas de orden superior. Eso lo reconocen las
constituciones modernas, pero, en general, se las pasan por el forro al aprobar
las leyes que las desarrollen.
El poder, por
tanto, está en el control del recurso. Se tendrá más poder si ese recurso es
imprescindible para la supervivencia. Dado que el instinto principal del ser
humano, o sea, el objetivo primordial, es la supervivencia de la especie
a través del protagonismo personal de cada individuo, este se ve obligado a
priorizar aquellos elementos que necesita para ello.
El poder lo
ostentan unos pocos desde siempre y los otros se dedican a producir bienes de
consumo que inundan el mercado en beneficio de los poderosos que son los dueños
de los recursos. Eso ha pasado siempre y sigue pasando, porque hay miopes,
egoístas, codiciosos y avaros, que entienden su mayor beneficio desde la
pobreza de los demás.
El gran
beneficio social está en conseguir ciudadanos competentes, creativos, con
capacidad de enfrentarse y resolver los problemas desde la implicación
responsable, crear una sociedad sana de gente realizada y contenta consigo
misma, motivada y socialmente solidaria. Ahí ganamos todos porque hay un
mecanismo de sinergia que nos enriquece como personas. Aquí entra en juego el
Estado, la conveniencia de tener un gobierno democrático, que procure el bien
del colectivo y no de unos cuantos para hacer a la sociedad más libre y
humanamente rica, en humanismo, desde la soberanía del ciudadano. Un Estado que
controle el mercado y la producción de bienes desde la conveniencia social y la
sostenibilidad para garantizar el progreso del ser humano en equilibrio con el
entorno. Que neutralice esa codicia mercantilista y haga que este se someta a
los intereses del colectivo general, como ya he apuntado.
Pero eso no
es lo que se pretende. Es el mercado el que está adueñándose de los recursos,
que se traducen en finanzas en un último sentido, y al controlar los recursos
someten al pueblo y al propio Estado, como se está viendo. El juego se ha
impuesto a la razón y, perdida la razón, vienen los miedos, el terror a quedar
marginado por ese poder que se antoja cada vez más inhumano, cruel e
insensible, pues no son personas razonables y de moral límpida las que lo
ostentan, sino organizaciones macroeconómicas dirigidas, entre bastidores, por
mafias poderosas.
Por tanto,
si el Estado no controla los recursos básicos como alimentación, agua,
vivienda, educación, sanidad, empleo, etc. y los deja en manos de grupos
privados de poder con intereses de mercado ajenos al colectivo social,
acabaremos a los pies de esas organizaciones que nos van apretando el lazo en
la garganta hasta hacernos rendir por la miseria. En lugar de evolucionar los
países en vías de desarrollo acabaremos involucionando nosotros hacia su
situación actual.
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