Mirar
para otro lado es lo más fácil del mundo. "Ojos que no ven, corazón que
no siente", dice un cínico refrán español, con el que se quiere
significar lo cómodo que resulta eludir un problema simplemente con el deseo de
no querer verlo. Esconder la cabeza, como el avestruz, con la mirada en el
hoyo. Y, sin embargo, no por eso los problemas se desvanecen o pierden su
gravedad. Los problemas existen porque son consustanciales a nuestra realidad,
contradictoria y repleta de injusticias y desigualdades. Están por doquier y,
sin quererlo, se topan con nosotros porque ellos mismos afloran y se difunden
por la sencilla razón de que sus orígenes tampoco nos son indiferentes. Somos
parte del problema, vivimos con él y lo sentimos como nuestro, aunque las
soluciones se nos escapen.
Ahora bien, no se trata de adoptar una actitud
permanente y obsesiva de mala conciencia porque las cosas no sean como nosotros
desearíamos. ¡Qué más quisiéramos quienes ansiamos un mundo mejor que las
situaciones no fuesen tan dramáticas! Hay sin duda fuerzas y factores que
trascienden a nuestra capacidad de acción y a las que cabe atribuir
responsabilidades cuya incidencia nosotros mismos lamentamos, incapaces e
impotentes de hacer nada o muy poco para resolverlo. Pero de ahí a eludir la
mirada de la realidad, asumir su existencia sin paliativos, hay un gran trecho. Es el que separa el compromiso de la indiferencia. El que nos
distingue y enaltece como seres humanos frente a la estupidez de los que
presumen de ignorancia, pensando que de ese modo se liberan de lo que intentan
desconocer. Sinceridad frente a necedad, conciencia frente a alienación,
humanismo frente a barbarie: ese es el dilema.
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