Las expresiones del mal y del bien van y vienen, intercambian su superioridad prevaleciendo ahora lo perverso y mañana lo bondadoso. De hecho, todos nos debatimos incansables entre humores de aterciopelada bonhomía y otros de afilada maldad. Sin embargo, en ninguno de ellos nos detenemos mucho tiempo, porque la ética no es esencia sino laberinto, un movimiento caótico más que una estática obstinación. Pero hay algo que siempre permanece a nuestro derredor, algo que nunca deja de condicionar nuestros días, un ideal que, generación tras generación, encuentra a numerosos individuos dispuestos a servirlo y a enarbolar orgullosos su bandera: la estupidez.
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