Entre los pueblos antiguos, una de las profesiones
más acreditadas se dedicaba a escudriñar el futuro en las entrañas de los
animales sacrificados, el vuelo de determinadas aves o las más peregrinas
manifestaciones de la mudable naturaleza que imaginarse puedan. Hombres
poderosos y sensatos confiaron en esas adivinaciones hasta el punto de poner en
peligro sus vidas y el destino de naciones por causa de una tonalidad menos
carmesí de lo común en la sangre de un becerro. Aún hoy, pese al descrédito de
las supersticiones, proliferan pitonisas y arúspices en canales de televisión
infames y nocturnos, destinados al saqueo de almas cándidas sin que a nadie se
le ocurra vetar tales embaucamientos.
Quizás sea
porque hay quien vive de fraudes similares hoy día. ¿De qué otra cosa sino de
revelaciones agoreras podemos calificar los alarmantes avisos de entidades
crediticias, banqueros y agencias calificadoras cuando nos persuaden sobre a
quién tenemos que preferir, dónde tenemos que encaminar nuestra voluntad de
ciudadanos si no queremos perder de vista ese crecimiento económico convertido
en piedra filosofal de la deriva de Occidente? Y no solo se trata de defender a
los propios, cosa que se deduce llanamente cuando comprobamos el apego de estos
adivinos de pacotilla hacia las derechas de toda la vida. Esto siempre fue así:
los hechiceros se postraban mezquinos ante el poderoso como una forma de
justificar y aferrarse a su vil canonjía. Solo que ahora sucede al revés: el
poder se arrastra ante tales adivinaciones como si fueran reales, porque
acabamos por temerlas. Pero aún hay más. En la época de Julio César,
estos oráculos habrían dado con sus huesos en galera. No otro lugar merecen sus
sonoros desatinos y el descrédito ganado con predicciones una y mil veces
rectificadas, una y mil veces falsas, una y mil veces interesadas. Pero ahí
siguen, señalando que todo irá mal si no hacemos lo que dicen. Y hacemos lo que
dicen. Y todo va mal.
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