Cuando los representantes políticos a
los que votan permiten el desahucio de miles de personas o el desamparo social
de otras muchas, sus votantes deberían
sentirse corresponsables de esos terribles sucesos.
Cuando una persona confía su poder a un
manojo de individuos que lo usan para organizarse como una grupo jerarquizado
de aduladores, que dedican su tiempo y sus esfuerzos a asegurar la propia vida
del grupo y no a servir a la sociedad, esa persona debería enfrentar su
responsabilidad no sólo ante los damnificados directos de ese tipo de política,
sino ante la sociedad entera, que sufrirá el atraso y las mentiras de semejante
estirpe.
Si lo pensamos bien, ningún español vivo
ha conocido época alguna en que la política consistiera en afrontar con
sensatez y humanidad el bienestar de los ciudadanos. La inmensa mayoría de los
políticos no ha necesitado más que especializarse en los tejemanejes del poder
para escalar en la jerarquía de grupo, y sí, de paso arreglar algunas cosillas
en la sociedad, aunque sólo por pura inercia.
Los políticos profesionales son una
especie aparte: se parecen todos y se diferencian del resto de los ciudadanos
en su comportamiento habitual, incluso en su fisonomía. Son gente especialmente
preocupada de su imagen, no pocas veces hasta límites ridículos. Son tipos que
hacen ostentación continua de su posición en el partido y en la sociedad, que
viven fervorosamente los avatares de su organización y que, conforme trepan en
la escala del poder, se van olvidando de sus obligaciones. Estas obligaciones
son cada vez más una oportunidad de ascenso y menos una posibilidad de
servicio. Cada día creen menos en lo que hacen por los ciudadanos, de ahí que
se produzca una brecha insalvable entre ellos y los técnicos que se supone
deben llevar a cabo sus políticas, y que cunda entre todos estos técnicos el
desánimo y la convicción de que casi nada de lo que se hace sirve para nada.
Hay diferencias en la escala jerárquica
del partido, pero en todos los niveles funciona esa adulación ambigua por el
que está arriba, de ser abrazado por él ante los demás, porque ese abrazo
favorece el ascenso. Incluso entre las bases, donde algunos recién llegados aún
conservan la buena fe y la intención de trabajar por el bienestar de los
ciudadanos, existe un sentimiento religioso de reverencia a cualquiera que haya
conseguido cierta responsabilidad en el aparato del partido. Se aprende pronto
que la crítica, que el razonamiento se opone a la organización. Sólo se puede
ascender con obediencia, aceptando las reglas del grupo, reproduciendo los
esquemas y costumbres que la sostienen. La organización debe compatibilizar la necesidad
de éxito electoral con el juego de astucias y maldades que decide quiénes
llevarán las riendas, quiénes repartirán los beneficios en forma de generosos
sueldos y mullidos sillones.
Hay
que admitir un cambio, a peor, desde los inicios del período democrático a este
parte: se ha producido una palmaria disminución de la formación intelectual de
los políticos. Si la inteligencia tramposa sigue siendo una cualidad esencial
de los políticos de éxito, si deben seguir siendo unos
listos, hoy han dejado de necesitar algún tipo de formación intelectual
para acceder a responsabilidades enormes. Los errores de gobierno se sobreseen
con pasmosa facilidad. No se cae el mundo si un buen número de políticos son
analfabetos funcionales, porque la escala del poder ofrece multitud de puestos
de responsabilidad adaptados a su ignorancia, bien remunerados, y muy útiles
para pavonearse.
Por otro lado, todos conocemos a alguna
buena persona que tuvo la cándida idea de intentar cambiar el funcionamiento de
los partidos desde dentro, y seguramente hemos podido asistir al frío y
sistemático método que los partidos usan para machacar a estas almas ingenuas.
Hay, sobre todo a nivel local, un pequeño grupo de concejales y militantes de
base que, dada la escasa importancia que los aparatos conceden a esos niveles
de la política (precisamente los más cercanos al ciudadano), consiguen
desarrollar proyectos interesantes y útiles, pero también estos personajes
periféricos han de cumplir con los protocolos, incluso a veces con los vicios
del grupo.
Cuando
votamos a estos grupos debemos asumir la responsabilidad de sus éxitos y de sus
fracasos, pero también de sus fechorías, y si aun así, aun conociendo sus
desmanes, seguimos votándolos, debemos ser conscientes que somos nosotros los
que andamos sosteniendo a una estirpe de malhechores, nosotros los que
mantenemos un sistema político corrupto y desnaturalizado.