Andamos en un mundo
convulso, cargado de dudas, de interrogantes, de inseguridad y cuestionamientos
de los principios y valores que deben regir una sociedad justa y equilibrada,
donde el ser humano tome protagonismo y se busque el desarrollo de todos y cada
uno de los integrantes de esta sociedad, con la intención de establecer
sinergias, convergencias, que permitan el desarrollo del colectivo social desde
la suma y no desde la división y la resta.
En este medio aberrante todo
se compra y se vende. El mercantilismo ha llegado a todas partes y donde no se
llega con la compra de voluntades por intereses espurios, se llega con el
chantaje, hasta conseguir la sumisión. Lo cierto es que se están enfrentando
dos formas o ideas de organización y dependencia de las políticas económicas,
de cómo se reparte el PIB, de dónde van las plusvalías del trabajo y la
inversión, de cómo se canaliza el esfuerzo humano y hacía donde se enfocan los
beneficios de ese esfuerzo.
Es sorprendente ver como,
en una situación como la actual, se incrementa el número de multimillonarios y
crecen los capitales mientras la pobreza avanza, como un caballo apocalíptico,
entre las clases menos favorecidas. Y esto,
bajo mi opinión, solo es posible desvistiendo a la ciudadanía del
espíritu crítico que debe acompañar a todo ser humano racional, dotado de razón
o facultad de discurrir. Nuestra razón ha sido manipulada, reorientada y
dirigida hacia los objetivos que les interesa a los sujetos que andan
defendiendo el neoliberalismo y el mercantilismo, el llamado mercado libre,
como si ello fuera una filosofía de vida basada en principios y valores
humanos, cuando de lo que se trata es de intereses comerciales, engañifas y
falacias que nos quieren presentar el progreso desde el tener y no desde el ser
propio de una visión humanista de la vida.
La codicia y la avaricia de unos pocos, que entendieron el poder desde el control de los recursos y desde la posibilidad de crear necesidades a la gente para potenciar su comercio y el consumo, atrapándoles en un sistema consumista y, por consiguiente, esclavista para poder satisfacer las necesidades creadas, son la verdadera causa de la crisis. El político, el mal político, anda a la gresca, haciéndoles el juego, denostando el arte de la política, confrontando desde lo malo a lo menos malo, en lugar de desde lo bueno a lo más bueno. Es nuestro deber como ciudadanos pedir limpieza, honradez y claridad en la gestión pública.
La guerra, o conflicto, está entre un Estado fuerte y democrático (entiéndase por Estado a todos los organismos integrantes de la administración pública, tanto central como autonómica y local, y sus poderes legislativo, judicial y ejecutivo), capaz de defender a sus ciudadanos y de hacer una justa distribución de la renta y del crecimiento sostenido y sostenible, de garantizar unos derechos elementales que permitan la supervivencia, sin quebranto y con solvencia, de todo el conjunto de la sociedad, de poner coto y ley a los especuladores y de controlar los movimientos del capital, en ese juego perverso de la ingeniería financiera, que rompe la esencia de los valores humanos anteponiendo el interés de un colectivo a la propia humanidad.
La codicia y la avaricia de unos pocos, que entendieron el poder desde el control de los recursos y desde la posibilidad de crear necesidades a la gente para potenciar su comercio y el consumo, atrapándoles en un sistema consumista y, por consiguiente, esclavista para poder satisfacer las necesidades creadas, son la verdadera causa de la crisis. El político, el mal político, anda a la gresca, haciéndoles el juego, denostando el arte de la política, confrontando desde lo malo a lo menos malo, en lugar de desde lo bueno a lo más bueno. Es nuestro deber como ciudadanos pedir limpieza, honradez y claridad en la gestión pública.
La guerra, o conflicto, está entre un Estado fuerte y democrático (entiéndase por Estado a todos los organismos integrantes de la administración pública, tanto central como autonómica y local, y sus poderes legislativo, judicial y ejecutivo), capaz de defender a sus ciudadanos y de hacer una justa distribución de la renta y del crecimiento sostenido y sostenible, de garantizar unos derechos elementales que permitan la supervivencia, sin quebranto y con solvencia, de todo el conjunto de la sociedad, de poner coto y ley a los especuladores y de controlar los movimientos del capital, en ese juego perverso de la ingeniería financiera, que rompe la esencia de los valores humanos anteponiendo el interés de un colectivo a la propia humanidad.
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