El poder, sustentado en una economía depredadora, es depredador por naturaleza y nosotros somos su gran presa. La
vida humana es el objetivo, pero no desde el punto de vista tradicional de un
depredador. No se trata de aniquilarnos sin más para alimentarse, sino que el
objetivo de la depredación es otro: dominarnos. Se trata de dirigir y dominar
hasta los últimos rincones de lo humano; la conciencia, las emociones, las
ideas… para ello ataca la vida en su conjunto: lo individual y lo colectivo.
En todas las esferas de nuestra vida, lo colectivo, entendido siempre en
un plano de igualdad, ha servido y sirve para desarrollar nuestras armas más
poderosas frente a los intentos de dominación: la solidaridad, el apoyo, el
fortalecimiento mutuo, la seguridad… organizarnos siempre es una buena idea,
tanto para resistir como para crear.
La creación de tejido social y el establecimiento de unas relaciones
basadas en la fraternidad y el reconocimiento entre iguales es el que ha
posibilitado y posibilita el nacimiento de un verdadero sentido de solidaridad,
sin matices y sin excepciones. Sólo este sentido puede servir como una base
auténtica y sincera para la creación de un modelo diferente, sin duda mejor, al
actual sistema depredador. Pero el poder no se ha desarrollado por casualidad.
Entre otras razones, el poder tiene memoria y aprende de lo ocurrido. Tiene muy
presentes las posibles consecuencias de dejar que la vida colectiva se
autogestione por las propias personas que participan de ella. Además de
aprender, analiza y actúa en consecuencia. Por eso, enseguida comprendió de la
importancia que tiene el sentido de pertenencia para el ser humano. De tal
forma, cuando ataca la vida colectiva no lo hace con la intención de destruirla
si no de sustituirla por otra carente de compromiso y responsabilidad.
Donde las personas se reunían en su tiempo libre, disfrutando de la
conversación, el debate, del ejercicio o la naturaleza… Ahora nos concentramos grandes
multitudes en espacios cerrados para no decirnos nada. De los ateneos
culturales, los clubs excursionistas, las sociedades de todo tipo… hemos pasado
a los centros comerciales. Donde los vecinos compartían todo, se reunían al
caer la tarde o, simplemente, procuraban que a nadie le faltara de nada, hemos
pasado a no conocer ni a los que viven en la celda de al lado en esas grandes
colmenas que llamamos hogar. Todo esto y mucho más tiene en común un objetivo
concreto: conseguir romper los lazos, quebrar esa vida comunitaria. Todos
sabemos que una presa aislada es más fácil de identificar, acorralar y cazar.
Es obvio que es un proceso complejo, con multitud de causas y poco
uniforme pero, en mi opinión, es donde nos tienen. Solos, es decir, en el punto
ideal para atacar el otro flanco: la vida individual.
Porque la cacería no termina hasta que la presa cae derrotada. Esto
sucede cuando cada uno ocupamos el lugar que nos tienen adjudicado y realizamos
la tarea asignada y, sobre todo, cuando lo aceptamos y nos sentimos contentos y
realizados con ello. Ese es el verdadero triunfo, en ese preciso momento ganan
la batalla.
Por eso, primero nos han aislado para que no podamos sujetarnos durante
la caída. Luego se trata de ir colonizando a la persona: en lo físico, se
alimentan egos y se crean necesidades que jamás podrán ser cubiertas
totalmente; en lo moral se justifica el precio a pagar y el modo de conseguirlo
y en lo intelectual, se cierra el marco que circunscribe lo posible y se centra
el foco tan sólo en lo inmediato.
Ese es el juego, nosotros somos la presa y otros los cazadores. En el
medio, muchos que no son más que utensilios de usar y tirar.
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