sábado, 19 de marzo de 2016

VÍCTIMAS DE LA CODICIA Y DE LA INDIFERENCIA




Todo el mundo está sensibilizado con la tragedia de la inmigración y de los refugiados, pero nadie se siente responsable de lo que sucede. Y es que cuanto mayor es el alcance de un problema, más se diluyen las culpas.

El drama se ha ido cociendo a fuego lento y pocos recuerdan quién puso la primera piedra en este muro de las lamentaciones con el que hoy nos damos de bruces.

No quiero hacer, aunque lo parezca, una consideración política, sino una reflexión moral. No pretendo analizar el problema de la inmigración, uno de los numerosos que, a estas alturas, tienen mal arreglo en un mundo globalizado que decrece, se debilita y se llena cada vez de más gente con menos recursos. Me detengo en la frase “a estas alturas”, porque la considero el meollo de la cuestión. Cuando hacemos oídos sordos a los problemas que nos parecen ajenos, aumentan de tal modo que se vuelven incontrolables.

“A estas alturas”, la nueva organización del mundo que pretenden imponer quienes lo manejan ha potenciado la desigualdad que existe entre el tercio de la humanidad que vive mejor que nunca y el otro tercio que vive peor que nunca. La creciente desproporción entre las clases sociales genera todo tipo de conflictos y está incubando el creciente malestar que pone en peligro nuestro modo de vida.

Nos creíamos a salvo en nuestro territorio con nuestros privilegios y nuestros derechos adquiridos. Pero dentro de la riqueza, inevitablemente, se ha infiltrado la pobreza. La separación ya no se da únicamente entre el Norte y el Sur, también dentro de los propios países, regiones, ciudades y pueblos se producen escandalosas soluciones de desigualdad. Cada vez hay más inmigrantes, más excluidos y marginados.

Cada uno de nuestros actos, por insignificante que parezca, tiene consecuencias insospechadas. ¿Qué podemos hacer individualmente para mejorar las condiciones de vida de la mayoría de los habitantes desamparados de la tierra? Deberíamos implicarnos lo más posible para que nadie nos acuse de indiferencia. El gran problema del hombre actual es que, a pesar de haber logrado un progreso tecnológico y científico enormemente sofisticado, el desarrollo de la sensibilidad y los valores éticos permanecen estacionarios. Unos hemos contribuido con nuestros pequeños gestos individuales, otros desde la grandeza del poder, pero entre todos vamos creando un mundo desolador. Lo más que hacemos es guardar, a veces, un minuto de silencio por las víctimas de la codicia y de la indiferencia.

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