Todo el mundo está sensibilizado con la
tragedia de la inmigración y de los refugiados, pero nadie se siente
responsable de lo que sucede. Y es que cuanto mayor es el alcance de un
problema, más se diluyen las culpas.
El drama se ha ido cociendo a fuego lento
y pocos recuerdan quién puso la primera piedra en este muro de las
lamentaciones con el que hoy nos damos de bruces.
No quiero hacer, aunque lo parezca, una
consideración política, sino una reflexión moral. No pretendo analizar el
problema de la inmigración, uno de los numerosos que, a estas alturas, tienen
mal arreglo en un mundo globalizado que decrece, se debilita y se llena cada
vez de más gente con menos recursos. Me detengo en la frase “a estas alturas”,
porque la considero el meollo de la cuestión. Cuando hacemos oídos sordos a los
problemas que nos parecen ajenos, aumentan de tal modo que se vuelven
incontrolables.
“A estas alturas”, la nueva organización
del mundo que pretenden imponer quienes lo manejan ha potenciado la desigualdad
que existe entre el tercio de la humanidad que vive mejor que nunca y el otro
tercio que vive peor que nunca. La creciente desproporción entre las clases
sociales genera todo tipo de conflictos y está incubando el creciente malestar
que pone en peligro nuestro modo de vida.
Nos creíamos a salvo en nuestro territorio
con nuestros privilegios y nuestros derechos adquiridos. Pero dentro de la
riqueza, inevitablemente, se ha infiltrado la pobreza. La separación ya no se
da únicamente entre el Norte y el Sur, también dentro de los propios países,
regiones, ciudades y pueblos se producen escandalosas soluciones de
desigualdad. Cada vez hay más inmigrantes, más excluidos y marginados.
Cada uno de nuestros actos, por
insignificante que parezca, tiene consecuencias insospechadas. ¿Qué podemos
hacer individualmente para mejorar las condiciones de vida de la mayoría de los
habitantes desamparados de la tierra? Deberíamos implicarnos lo más posible
para que nadie nos acuse de indiferencia. El gran problema del hombre actual es
que, a pesar de haber logrado un progreso tecnológico y científico enormemente
sofisticado, el desarrollo de la sensibilidad y los valores éticos permanecen
estacionarios. Unos hemos contribuido con nuestros pequeños gestos
individuales, otros desde la grandeza del poder, pero entre todos vamos creando
un mundo desolador. Lo más que hacemos es guardar, a veces, un minuto de
silencio por las víctimas de la codicia y de la indiferencia.
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