Cuando duda, se ofusca. Una
actitud, pero también un elemento defensivo que la mantiene en guardia.
Entonces, lo mejor es ponerse a hacer otra cosa. Por ejemplo, asearse. Por
ejemplo, mirar el cielo. Por ejemplo, deslizar lentamente el peine por los
cabellos, con la excusa de alisarlos. La luz llega tamizada a su cuarto. Abre
las ventanas a la mañana, pero también al paisaje. El mar deposita sal y
humedad y tibieza sobre sus sábanas. Y le gusta recibir la caricia de la brisa
que escribe en espiral sobre su torso. Las palabras del hombre la siguen
acechando. Han obrado sobre ella como un frenazo. Ya no le ve. No le quiere
escuchar. Necesita la pausa. No sólo de los gestos o de las voces o de los
silencios forzados, sino del hombre todo. Si él se brinda a ausentarse, ella
vacila. Suena a apuesta. Pero ella lo desea. Desea ese tiempo de alejamiento en
el que disponga de espacios urdidos por las propias sugerencias. Sin
interferencias, sin deberes, sin dependencias. Podría viajar. Pero hacerlo
podría ser interpretado como huída, y eso la debilitaría demasiado. Debe
manifestarse con la normalidad de quien controla su propia situación, como si
nada hubiera ocurrido. Él es quien se retrae, quien se muestra dispuesto a
admitir la deserción, quien teme la quiebra. Se para y suspira. Una respiración
larga que parece no finalizar nunca. Por qué darle vueltas, se insinúa. Recibe
el calor del día que se va extendiendo diagonalmente, y lo acepta y se deja
tomar por la calma. Las púas del peine rasgan con suavidad pero firmemente, la
caída oblicua de la cabellera. Se abandona a una ductilidad placentera. Cada
movimiento de su mano libera recuerdos hacia atrás. La madre que la acicalaba
en la infancia. El padre que jugaba a hacer ricitos sobre su nuca. El chico que
se embarullaba con su pelo bajo las densas higueras de la finca. El amante que
hundía sus palmas a la par mientras ambos se distraían con las luces crecientes
de la ciudad anochecida. El extraño que la poseyó en aquel viaje de tren,
mientras entresacaba sus ondas, y del que jamás volvió a saber nada sino en el
recuerdo silente del deseo. Él rompió el esquema. Él no ha sabido jamás amar su
pelo. Ha sabido sujetarla, la ha elevado, ha navegado entre sus entrañas, pero
nunca ha arañado sus sienes. La mujer ya no echa en falta la fantasía codiciosa
del hombre. Termina de mirarse en el espejo de la bahía. Se ha puesto una
camisa amplia, se ha sentado sobre su pierna izquierda. Teclea sobre la Underwood una de esas
historias que la hacen sentirse poderosa. Uno de esos escritos donde no cuenta
tanto el afán de un relato secuencial como sus desahogos a contrapelo. En el
reposo de una carencia procura expectorar otra mujer que lleva dentro.
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