Los centros comerciales, los mercados y las calles exhiben
estos días un trajín desquiciador. Como si estuviera a punto de decretarse el
estado de la carencia, las gentes hacen acopio de lo necesario y de lo
superfluo, de lo útil y de lo baldío, de lo sencillo y de lo aberrante.
Mentalidad de un tiempo de vacas gordas, pero no aseguradas. No para todos, por
supuesto. Obsesión de cargarse de objetos que sustituyan al sujeto. Si nos coge
el fin del mundo, que sea con el buche lleno, parecen decir muchos. Sin embargo
uno observa más ansiedad que distensión, más preocupación silenciosa que
alegría explícita, más conducta de autómatas que de fraternidad, más
inseguridad que fortaleza. Eso sí, hay un cierto ruido y ajetreo que pretenden
llenar los vacíos individuales y ocultar los temores colectivos. Ni siquiera la
política, o acaso ésta menos que nadie, lo cual es bochornoso, proporciona
márgenes de claridad mientras las sombras de sospecha entre tirios y troyanos
pueden estar incubándose de modo abstruso. Al final, todo se reduce a las
cuentas que salgan de lo que unos gastan y lo que otros se embolsan. La euforia
que los bienpensantes se obstinan en proclamar no arranca. Tal vez eso sea
bueno. La euforia suele tapar las miserias como un anestésico. Más letal.
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