Luego de las promesas de campaña,
luego de haber llegado al fin al sitio desde donde el poder se siente palpable
y tentador, el buen político debe cuidarse de caer por el barranco de los malos
gestos y las señales equivocadas.
No alcanza el hecho de proclamar
tener buenas intenciones, si por algún descuido o mal consejo o por apuro, se
envía a la sociedad un mensaje indeseado o contradictorio con lo que se ha
prometido. Desde ese punto de vista, los primeros días de un nuevo gobierno son
fundamentales.
Lo que algunos llaman la ‘luna de
miel’ es el período en el que la sociedad, reanimada por el inicio de un nuevo
proceso, suele poner en el gobernante que recién ha asumido su esperanza y sus
expectativas, dándole una cuota de confianza que no volverá a recuperar, si por
mala estrategia la llega a malgastar. Es durante ese período cuando se deberá
definir con claridad los rumbos que se habrán de seguir, con medidas concretas
que demuestren definición y coraje, pero a la vez con la suficiente
flexibilidad como para permitirse alguna corrección si fuera necesaria. La
rectificación de un error no es demostración de flaqueza, sino, más bien es
síntoma de grandeza que dignifica a quien lo sabe asumir.
Son la ética y la honestidad los
atributos fundamentales que el buen gobernante deberá demostrar en cada paso,
en cada decisión tomada y propuesta, como así también en la forme en que va
enfrentando los contratiempos que –inevitablemente- encontrará durante su periplo.
Pero quizás la prueba de fuego que
un político deberá enfrentar, poniendo a prueba su calidad humana, es la forma
en que enfrente la tentación por sentirse autosuficiente, todopoderoso,
indestructible. La tendencia que muchos demuestran hacia la auto complacencia
de su envanecido ego, habla sin dudas del peligro que se cierne sobre ciertas
sociedades tendientes a endiosar a sus ‘lideres” más paternalistas,
otorgándoles un nefasta ilusión de indestructividad que les hace creer que en
verdad son imprescindibles para el destino de la nación a la que gobiernan.
De ahí que la exigencia de
mantener separados y equilibrados los tres poderes de la democracia no sea una
cuestión formal para su practicidad funcional, sino más bien, una cualidad
imperiosa que debe salvaguardarse bajo toda circunstancia. Por algo existe la
lapidaria sentencia que reza ‘el poder corrompe y el poder absoluto corrompe
absolutamente”
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