Ya no
cabe duda alguna, si es que alguna vez la cupo. Vivimos sometidos también a la
dictadura del lenguaje. Pero cómo éste no es por esencia ni ético, aunque
algunos reivindiquen con él ideas morales actualizadas y consecuentes, ni
social, aunque todo el mundo lo utilice como técnica y entendimiento básico, ni
político, aunque exista el montaje -cada vez con más rostro de farsa- de
una democracia en minúsculas, ni gran facilitador de convivencia, aunque
la gente hable algo sobre mínimos, pues dígame alguien si el lenguaje no se
convierte en límite, control y opresión para los humanos de nuestras
culturas, supuestamente exquisitas.
A la mayoría social, de la que sería deseable esperar que aún mantenga a algún nivel, ciertos criterios y razonamientos basados en la defensa de sus intereses, no obstante parece estar recibiendo una descarga de artillería pesada en aquello que faltaba por reducir: el lenguaje. Se está alterando el lenguaje en base a dos objetivos: uno, llamar a los acontecimientos, medidas o políticas en general de una manera sibilina y oscura, con otro nombre, y dos, lograr que nadie preste atención al problema porque con nuevos términos tal pareciera que las cosas quedaran desnaturalizadas, es decir, que ya no fueran problema.
Pues bien, ¿entraremos la ciudadanía (si queremos seguir siendo ciudadanía y no solo súbditos) al trapo. Diariamente se inventan nuevos nombres, que pretenden en realidad que sean nuevos conceptos, que penetren como nuevas cadenas en las mentes de los españolitos.
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