Recientemente,
bajo el patrocinio de no sé qué entidad pudiente del planeta, se han decretado las nuevas maravillas del mundo. A estas
alturas de la vida y de la
Historia , andar proclamando las maravillas que el pasado
monumental nos ha legado huele enseguida más bien a negocio y supongo que a
política acogedora de dicho negocio. Diversas ciudades o entornos han pujado, algunas como locas, para ofertar
sus productos paisajístico-arquitectónico-simbólicos y labrarse un futuro entre
las páginas de esa especie de libro Guinness de las Maravillas. Supongo que la
industria turística y hotelera se encontraba detrás del montaje, en ese afán
por lucrarse más que por hacer valer el conocimiento de la herencia de cada
rincón de la Tierra. A
mi me interesa reflexionar aquí sobre otro aspecto. Ese sesgo competitivo de
que lo mío vale más que lo tuyo, y lo de aquí vale más que lo de allá
simplemente porque lo de allá no suena, por ejemplo, no es la mejor manera de
rescatar la importancia y el interés por las obras de la Humanidad. Ese
sonido a mercado puro y regateador y a circulación monetaria insaciable, que
parece que obligaran a echar un pulso entre estéticas monumentales, no
ennoblece precisamente el objetivo, sólo curable por una visión más amplia de
la cultura. Todas las culturas y geografías del planeta cuentan con muestras
artísticas de categoría que no deben estar sujetas al paternalismo de
asociaciones filantrópicas, sino que deben ser objeto de difusión y acceso por
los gobiernos.
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