Cuando se encuentra con el
ánimo poco estimulado, sueña. Sueña despierto, recreando lo que pudo ser y no
fue. Sueña rescatando las imágenes que hacen de intermediarias con los
recuerdos. ¿O son esas imágenes lo único que permanece, sin saber muy bien si
son las causas o los efectos de lo vivido? Hay tanto bagaje en la historia de
cada individuo. Es decir, en ese recorrido que unos llaman vida, otros
experiencia, otros madurez. Piensa en los nombres, por ejemplo. Desde niños le
enseñaron nombres. No siempre se correspondían con lo real ni con lo razonable
ni con lo imaginario ni con lo entendible. Se le iba dictando nombres. Nombres
que debían escribirse y repetirse oralmente y luego recitarse ante los
superiores de la tribu. Nombres que debía tomar como certezas y cargar con
ellos, impregnarse de ellos y adorar y demonizar bajo su égida sustantivada.
Sería injusto olvidar que también hubo muchos nombres sencillos, que se
repetían lo justo o sin darle más entonación, porque no contenían pizca de épica
alguna: madre, pan, lluvia, escalera, muerto, nombres que se veían. Se veían
tanto que pasaban desapercibidos; era como si no fueran nombres, sino estados
de ser. Había otros también que no eran ni grandilocuentes ni tangibles, y que
parecía que estaban formados de otra materia, tal como silencio, o que fueran
producto del azar o de la equivocación, por ejemplo placer. Y había algunos que
perseguían obsesivamente, tales letra o número o verbo. Y luego aquellos
nombres que no se enseñaban sino que se aprendían a la manera como la tierra
toma las esporas volantes: escondite, escapada, mirada. Nombres a contrapelo de
todos los nombres y que se instalaban en la prioridad del niño que respondía a
su llamada primitiva. Se salva a sí mismo una noche más con este arriesgado
ejercicio de funambulista, el de recorrer un espacio entre lo deseable y lo
soñado.
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