España es un país de
inmensos y numerosos Torquemadas. Se encuentran por todos los lados. Por esos
siniestros personajes han ido a la cárcel: periodistas, sacerdotes, humoristas,
cantantes, abogados, titiriteros, anarquistas, comunistas, familiares de presos,
sindicalistas, poetas, y un largo etcétera. Por ellos han cerrado periódicos,
secuestrado publicaciones, silenciado radios. Han prohibido fotografías,
conciertos, manifestaciones, reuniones, asambleas.
La democracia, tal y
como la conocemos, financia Torquemadas a mansalva. Cada vez tiene más censores
en su nómina y a medida que se ponen peor las cosas van afilando más y más
sables con los que amputan nuestras alas. La libertad de expresión siempre está
con los puños en alto para defenderse del fuego, de las leyes y de los necios.
Y cada uno de nosotros
debemos también intentar defendernos no sólo de los siniestros y tan poco
ilustrados personajes que censuran y después preguntan, también debemos estar
vigilantes de nuestros propios Torquemadas, de esa voz interior tan castrante
como odiosa que puede borrar borrar alguna idea si le parece peligrosa, que
puede hacer borrón y cuenta nueva si algún renglón escrito le suena
inconveniente, si alguna melodía tarareada le suena irreverente o si gritamos
ante alguna de las muchas injusticias que vamos acumulando.
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