No es difícil imaginar el nivel de hartazgo y de decepción que
se apodera de los ciudadanos cuando observan que ni una brizna de autocrítica y
arrepentimiento brota de las palabras que enfáticamente pronuncian quienes,
ostentando o habiendo ostentado responsabilidades públicas, se ven enfrentados
a la acción de la justicia u ofenden a la sociedad con su comportamiento, una
vez se descubre y se pone en evidencia, revelando así el verdadero jaez de
quien lo comete. Excepcionales son, si es que los hay, los que adoptan una
postura de reconocimiento de su responsabilidad, admitiendo los errores
cometidos y poniendo a la luz su capacidad para reconocerlos y
corregirlos. La ausencia de pudor adquiere niveles insultantes
cuando los que se ven obligados a dar la cara han asumido tareas y funciones
que culminan en el fracaso, en el escándalo y en situaciones de grave perjuicio
- social, económico y político - para quienes se ven afectados por sus
decisiones y que representan amplios sectores de la sociedad.
Si éste es un hábito generalizado en personajes impresentables
de la clase política, la desfachatez roza la indignación en el caso de la
sarta de individuos vinculados a la gestión financiera y que han demostrado
ser, a la postre, el paradigma más representativo de la ineptitud y de la
indecencia, como bien tenemos la ocasión de comprobar día a día. Cuando
comparecen ante el Parlamento dan la impresión de que deliberadamente se mofan
de él, eluden las preguntas, escamotean las declaraciones, tergiversan
impúdicamente los hechos con la sola pretensión de salvar la cara y echar la
culpa a los demás que pasaban por allí. Uno a uno, una tras otra, risueños en
ocasiones, desafiantes siempre y evasivos con lo que sucede a su alrededor, hemos
visto desfilar en las ventanas mediáticas a la patulea de la desvergüenza
político-financiera, muchas veces amparada por los que les secundan desde las
esferas del poder y tratan de salvaguardar una imagen que no cesa de
deteriorarse, entre otras razones porque así también se amparan a sí
mismos.
Lo terrible es que con esta actitud, los principios éticos que
han de guiar la decisión pública quedan arrumbados al terreno de los
desperdicios, con todos los costos que ello trae consigo desde la perspectiva de
la defensa de la moralidad ciudadana y del propio fortalecimiento de la
cultura democrática que queda así seriamente lesionada. ¡Cuánto han cambiado
las cosas! En los años de la dictadura y en los primeros de la transición era
frecuente oír hablar del concepto de autocrítica como una de las pautas de
comportamiento en la que apoyar la superación de las propias debilidades y de los
errores cometidos; era una vía asumida, ante el convencimiento de que permitía
avanzar sobre la base de la sinceridad y la transparencia aplicadas a lo que
cada cual hacía con el fin de hacerlo mejor.
Sin embargo, ya no se habla de autocrítica, de asunción de
responsabilidades, de franqueza ante la sociedad. Falta dignidad y sobra
soberbia. Priman, en cambio, el engaño, la arrogancia, la chulería del
mediocre, la vanidad del caradura, el insulto de los mezquinos que nada valen
por sí mismos. La repercusión no puede ser otra que el desapego hacia
quienes ejercen el poder, la desconfianza en el ejercicio de la política, todo
ello adobado por esa sensación de rabia e impotencia que lleva a pensar que
existen distintas varas de medir y que, en definitiva, el incumplimiento de las
responsabilidades o el delito a la hora de ejercerlas no lleva al castigo sino
a la más indecente y socialmente inasumible impunidad.
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