lunes, 8 de febrero de 2016

LOS SENTIMIENTOS Y LOS BIENES DE MERCADO




La búsqueda de la felicidad da sentido a nuestras vidas. Pero la felicidad en abstracto no existe. Si existe la felicidad momentánea, concreta, asociada a un tiempo individual, que es propia y diferente para cada persona. La sociedad actual tiende, por el contrario, a uniformarla. Nos la impone y la destruye de un plumazo. El dirigismo sentimental al que nos somete la devoradora sociedad de consumo es uno de sus efectos más perversos.

La máquina del mercado actúa de modo maquiavélico a través de la publicidad. Estudia en gabinetes psico-sociológicos tan caros como eficientes las apetencias del sector al que se dirige. Disfraza de sentimientos sus mercancías y nos vende, con descaro, que sin ellas es imposible ser feliz. Las tan denostadas utopías se convierten aquí en reclamos crueles para el consumidor, porque estimulan valores falsos.

El hogar sólidamente afectivo se presenta como ejemplo de conformismo y estabilidad social. El sexo y el placer se identifican con perfumes tan sofisticados como caros. La inocencia infantil se convierte en ñoñería e inconsciencia. Por no hablar del sexismo intrínseco, la utilización cosificada de la mujer y la perpetuación de los valores patriarcales.

La retórica nació como un arma inteligente de argumentación. Hoy la publicidad la usa de modo torticero para anular el juicio del receptor y dejarlo inerme ante sus requerimientos. Anula nuestra capacidad de defensa razonable. Este entramado diabólico nos acompaña todo el año, pero amenaza con devorarnos en Navidad.

Desde un mes antes de las fiestas, se nos empuja a una suerte de felicidad estandarizada y obligatoria que se cuela en nuestras vidas envuelta en papel dorado, luces de colores, música de villancicos y lotería, turrones y burbujas de cava.

Decía Stuart Mill que la felicidad es una mezcla sutil de excitación y tranquilidad. Si algo le falta a la Navidad, es precisamente esta última virtud: la tranquilidad necesaria para disfrutar de la compañía de los nuestros. La sabiduría imprescindible para entender que mirar a los ojos de los que tenemos al lado es superior al mejor de los regalos. La sensatez suficiente para entender que una buena comida no la hacen sólo los alimentos, sino la compañía y el afecto de quienes nos rodean. La inteligencia de saber que una joya no “refleja sentimientos”, sino dinero…

En nombre de una pretendida unidad en la apetencia sentimental, se nos convierte en dóciles y apresurados autómatas. Consumamos rápido para ser felices y realizar nuestras ilusiones. Porque, si la felicidad es un bien inalcanzable, la publicidad obra el milagro de hacerla material y nos permite comprarla

Ser feliz es un imposible necesario. La vida consiste en acercarse cada día a ese ideal, construyendo islas concretas de ilusión, lo que ya es un modo de felicidad. Por eso los ojos de los niños inocentes transmiten siempre esa luz mal llamada espíritu de la Navidad. La melancolía de los adultos ¿no vendrá de sentirnos esclavos de una felicidad construida por y para otros?

Los sentimientos también se han convertido en bienes de mercado.


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