La búsqueda de la felicidad da sentido a
nuestras vidas. Pero la felicidad en abstracto no existe. Si existe la
felicidad momentánea, concreta, asociada a un tiempo individual, que es propia
y diferente para cada persona. La sociedad actual tiende, por el contrario, a
uniformarla. Nos la impone y la destruye de un plumazo. El dirigismo
sentimental al que nos somete la devoradora sociedad de consumo es uno de sus
efectos más perversos.
La máquina del mercado actúa de modo
maquiavélico a través de la publicidad. Estudia en gabinetes psico-sociológicos
tan caros como eficientes las apetencias del sector al que se dirige. Disfraza
de sentimientos sus mercancías y nos vende, con descaro, que sin ellas es
imposible ser feliz. Las tan denostadas utopías se convierten aquí en reclamos
crueles para el consumidor, porque estimulan valores falsos.
El hogar sólidamente afectivo se presenta como
ejemplo de conformismo y estabilidad social. El sexo y el placer se identifican
con perfumes tan sofisticados como caros. La inocencia infantil se convierte en
ñoñería e inconsciencia. Por no hablar del sexismo intrínseco, la utilización
cosificada de la mujer y la perpetuación de los valores patriarcales.
La retórica nació como un arma inteligente de
argumentación. Hoy la publicidad la usa de modo torticero para anular el juicio
del receptor y dejarlo inerme ante sus requerimientos. Anula nuestra capacidad
de defensa razonable. Este entramado diabólico nos acompaña todo el año, pero
amenaza con devorarnos en Navidad.
Desde un mes antes de las fiestas, se nos
empuja a una suerte de felicidad estandarizada y obligatoria que se cuela en
nuestras vidas envuelta en papel dorado, luces de colores, música de
villancicos y lotería, turrones y burbujas de cava.
Decía Stuart Mill que la felicidad es una
mezcla sutil de excitación y tranquilidad. Si algo le falta a la Navidad , es precisamente
esta última virtud: la tranquilidad necesaria para disfrutar de la compañía de
los nuestros. La sabiduría imprescindible para entender que mirar a los ojos de
los que tenemos al lado es superior al mejor de los regalos. La sensatez
suficiente para entender que una buena comida no la hacen sólo los alimentos,
sino la compañía y el afecto de quienes nos rodean. La inteligencia de saber
que una joya no “refleja sentimientos”, sino dinero…
En nombre de una pretendida unidad en la
apetencia sentimental, se nos convierte en dóciles y apresurados autómatas.
Consumamos rápido para ser felices y realizar nuestras ilusiones. Porque, si la
felicidad es un bien inalcanzable, la publicidad obra el milagro de hacerla material
y nos permite comprarla
Ser feliz es un imposible necesario. La vida
consiste en acercarse cada día a ese ideal, construyendo islas concretas de ilusión,
lo que ya es un modo de felicidad. Por eso los ojos de los niños inocentes
transmiten siempre esa luz mal llamada espíritu de la Navidad. La melancolía de los
adultos ¿no vendrá de sentirnos esclavos de una felicidad construida por y para
otros?
Los sentimientos también se han convertido en
bienes de mercado.
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