Cuando yo era joven y díscolo e iba al cine me gustaba subir con la tropa a gallinero...
Cuando yo era joven y
díscolo e iba al cine me gustaba subir con la tropa a gallinero.
Era el espacio donde se tomaba la iniciativa para protestar si la película se
hallaba en mal estado, si se producían cortes o si se censuraban los besos de
los protagonistas. Sin aquel espacio libérrimo de gallinero, donde accedíamos
cuarenta y la madre, no lo hubiéramos pasado tan bien. ¿Que la película era
mala? El cachondeo general que montábamos nos sacaba del hastío. ¿Que los
diálogos no había oído que los captase? Poníamos sonido colectivo en do mayor.
¿Que el morreo entre el chico y la chica del film nos parecía logrado? Aplausos
y pitadas entusiastas. ¿Que el argumento se alteraba cuando llegaban escenas de
amor que se nos hurtaban? Pataleo general, poco comprendido por las gentes de
bien que se sentaban en butaca de patio. ¿Que nos reconcomía la ansiedad del
film? Nos poníamos las botas a pipas. Así que reivindico el noble gallinero.
Ese ámbito que rezumó siempre olor a proletariado. Claro, eso era en otros
tiempos; hoy no se habla ya de clase obrera, solo se menciona a la gente difusa, y a este paso ni vamos a saber
de qué materia humana laboriosa se compone la sociedad. Se ve que nadie quiere
estar hoy en gallinero, y de ahí a que la película
sea repe y ya la hayamos visto y que además la dirijan los de siempre solo hay
un paso. De seguir así volveremos a tragar el NO-DO.
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