Con frecuencia me pregunto cómo sería el ser humano si no
hubiera violencia. Si no tuviésemos presente el temor al golpe o a la patada.
Si no conociéramos el horror del hambre o de la cárcel. Si no creyéramos como
algo posible vivir la incertidumbre de un exilio o de una frontera cerrada a
cal y canto.
No me puedo creer que la humanidad no sepa vivir en paz, no
me puedo creer que las personas acepten el sable como inevitable, que sea
inevitable la bofetada, el insulto, el grito, la masacre. No me puedo creer que
aceptemos como irremediable la injusticia impuesta sobre millones de seres.
Por eso me pregunto, ¿cómo será de hermosa y apacible la
persona en paz enteramente? ¿Cómo será ese asombro de vivir sencillos, sin el
peso del miedo que lacera? ¿Cómo será vivir con la historia mirándose en el
espejo sin ojos que la deformen, sin lápices que la escriban y la atrofien?
Me pregunto estas cosas, ahora que las preguntas escasean,
porque no encuentro un bálsamo que consuele esta visión monstruosa de lo
humano. No es fácil creer cuando alrededor el desasosiego se clava en cada casa
con cada violencia repetida. Deseo vivir en un lugar donde hablar de paz no sea
extraordinario, donde la violencia sea acorralada aunque lleve máscaras. La
violencia está tan presente en nuestras vidas que casi no la percibimos, nos
hemos aclimatado en ese territorio hostil y subsistimos a duras penas, a veces
alegres.
Soy ingenuo, lo sé, no quiero morirme sin conocer la paz
entera. Quisiera andar los caminos con todas mis preguntas y también con
algunas respuestas. Quiero mirar a las personas y comprobar que en su piel no
hay marcas, que en su mirada no hay marcas, que en sus ideas no hay marcas, que
en sus corazones no hay marcas, de violencia, de impotencia, de rabia.
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